Hemingway

Decíamos ayer que Ernets Hemingway y Federico García Lorca fueron compañeros de una edición de una colección de obras biográficas que encontré en una librería de segunda mano de Zaragoza. Y contaba mi sorpresa inicial por esa compañía, ciertamente peculiar, de entrada, por las muchas diferencias que uno intuye entre ambos. La biografía de Ernest Hemingway, escrita por Ignacio Guzmán Sanguinetti que aparece en este ejemplar es realmente interesante. Y eso que confieso que Hemingway, o más bien el personaje creado a su alrededor, de cazador rudo, apasionado por los toros y hombre fuerte, me ha provocado siempre un cierto recelo. Comienzo a leer la obra, pues, con cautela. Y los prejuicios y recelos, claro, van cayendo. Encuentro una historia apasionante de alguien que tiene claro desde muy joven que quiere ser novelista, pero que trabaja de periodista como un indeseado modo de supervivencia.



Hemingway descubre pronto que es Europa donde será más feliz. En ese París que no se termina nunca, donde fue "muy pobre y muy feliz", tal y como describe él mismo su estancia en la capital parisina en su juventud. También conoce Madrid, un Madrid donde "irse a la cama de noche es prueba de ser una persona rara". De Hemingway dijo Archibald McLeish que “fue un veterano de guerra antes de los veinte años, famoso a los veinticinco y maestro a los treinta y uno”. Sobre su estilo sobrio, sin ornamentos ni florituras, dijo el propio Hemingway que "no importa lo buena que sea una frase o una sonrisa si la coloca donde no sea absolutamente necesaria e indispensable, despilfarrando su obra por egoísmo. La prosa es arquitectura y no decoración interior; y el barroco ya ha pasado”. 

En estas páginas descubro a un hombre más vulnerable y atormentado de lo que dice su imagen pública, que abrazó el catolicismo, pero muy a su manera, tras conocer a su segunda esposa. También a alguien que se niega a mancharse las manos con la política, que tiene un gran compromiso con su obra, con mejorar lo que escribe, que se niega a implicarse abiertamente con este o aquel partido, pero que da u paso adelante en la guerra civil española, cuando ve a un país que ama (ya para entonces era asiduo a los sanfermines en Pamplona) al borde del desastre. Y en eso, en ese compromiso con la justicia y con los débiles, pero reacio a hablar abiertamente de política en su obra, sí hay un parecido claro con Lorca. 

“Donde un hombre se siente en su hogar, aparte del lugar donde nació, ahí debe ir”, escribió Hemingway, que fue muy feliz en España y que se comprometió durante la guerra, al destinar sus ahorror a poner en marcha un equipo de ambulancias. Llegó a Madrid para ser corresponsal, pero no neutral, ya que desde el principio es claro su compromiso del lado de la República, del gobierno legítimo. También rodó entonces un documental sobre la contienda, Tierra de España. Cuando volvió a Estados Unidos fue para recaudar fondos para la causa republicana. Logró un gran éxito con Por quién doblan las campanas. También participó en la Segunda Guerra Mundial. Volvió a España en 1953, tras haber muerto todos sus amigos de su juventud feliz. 

Hemingway tuvo roces con la crítica casi en cada publicación de una nueva obra y, por supuesto, también en la concesión del Nobel, que fue muy discutida por parte de algunos círuclos. Él mismo dijo del Nobel que “ningún escritor que sepa de los grandes escritores que no recibieron el premio puede aceptarlo de otra forma que no sea con humildad”. Hemingway cayó en una profunda depresión y terminó suicidándose. Fue enterrado un 7 de julio, San Fermín, ese día que tantas veces pasó en Pamplona, feliz y entregado a la fiesta. Allí donde descubrió su pasión por los toros, donde encontró un duelo entre la vida y la muerte, tema este que le obsesionó siempre. Acabo de leer esta biografía de Hemingway mucho menos reticente al autor estadounidense de lo que la empecé. Todas las vidas ganan mucho cuando uno se acerca más a ellas y conoce sus porqués y sus razones, sus anhelos e ilusiones, sus vulnerabilidades y pasiones, cuando uno conoce los matices. Ahí precisamente, en los matices, está la vida y, por tanto, la literatura. 

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