Canadiana

Afirma Juan Claudio de Ramón al principio de Canadiana (Editorial Debate), y es verdad, que se ha escrito poco sobre Canadá en el resto del mundo (al menos, en España), a pesar de que es un país muy admirado. En el imaginario colectivo se sitúa a Canadá como un país fabuloso para vivir, a la altura de los también muy admirados países nórdicos. A tenor de la opinión del autor, que trabajó como diplomático en aquel país durante tres años, hay razones para esa fascinación por el país norteamericano. El autor escribe con cariño de Canadá y comparte en el libro un viaje por todo el país, en el que desglosa los puntos de interés de cada región, al tiempo que escribe sobre sus vivencias. Todo en este libro es atractivo y uno termina con ganas de saber más de la historia de Canadá y de la vida de algunos de los personajes citados en estas páginas. 



Uno de los factores que más atraen de Canadá es su carácter multicultural. "Canadá es un experimento. Un hermoso experimento que funciona”, escribe el autor. El país, del que se dicen que es la suma "de dos soledades", por la convivencia de la comunidad angloparlante y de la francesa, se ha construido deliberadamente como una nación nacida de la mezcla y del respeto a la diferencia, un país con voluntad de atraer inmigrantes de todas partes del mundo. Por supuesto, en el pasado de Canadá hay episodios poco ejemplares, como su trato inhumano a algunas comunidades indígenas.  Por ejemplo, la separación de 150.000 niños de sus padres, para ser metidos en internados cristianos. 

Pero, en esencia, la Canadá actual es un país multicultural, con personas de todas las religiones y culturas. “Canadá ya no tiene necesidad de definirse como país binacional, porque puede hacerlo como nación multicultural, lo que resulta más fácil de gestionar: sabemos lo que es una cultura, pero nunca sabremos lo que son las naciones más allá del hecho probado de que la gente tiende a matarse por ellas. Una lengua se puede aprender y una cultura compartir; la nación, en cambio, introduce en la educación la sagrada y problemática lógica de la identidad: sólo se puede tener una”, escribe el autor. Sólo por este pasaje vale la pena leer el libro. 

El libro comienza hablando del frío, el inmenso frío de los inviernos canadienses, al que alude también el autor en la parte final del libro, cuando escribe. "fuimos felices en Canadá y quería contarlo. Como en el poema de Eliot, el invierno nos dio cobijo”. Al principio, Canadá le parece un país algo aburrido, pero pronto se convence de que eso que parece tedio es calidad de vida. Cuenta que vivió esos años junto a su familia “en el que nos parecía el país más civilizado del mundo, y donde a menudo felicidad y aburrimiento se emparejaban como cerezas. Pero nada mirado suficientemente de cerca es aburrido. Canadá no lo es. Es, de hecho, fascinante. Y bello”. 

Una parte amplia del libro se dedica a un viaje detallado por todo el país, también por las regiones menos turísticas. Y, de paso, comparte la historia de personajes del pasado, como George Vancouver, cartógrafo de la Corona británica, que da nombre a la isla canadiense, que se llama igual que la conocida ciudad. Esa isla se llamaba inicialmente isla de Cuadra y Vancouver, por Juan Francisco de la Bodega y Cuadra. Esta parte de Canadá le gustó especialmente al autor, que escribe que “predomina la sensación de que aspirar a la felicidad es algo menos complicado en Vancouver que en cualquier otro sitio”. 

El autor también permite conocer Alberta, región rica por el petróleo, pero no convenciona, del más caro de extraer y donde se aprobó el primer servicio de sanidad pública, en el municipio de Sarnia, donde los vecinos aceptaron pagar una tasa especial para contratar y dar alojamiento a un negocio residente al que hacer consultas gratuitamente. La sanidad pública de Canadá es otro de los emblemas del país, un paraíso del Estado del bienestar, sobre todo, si se compara con las enormes desigualdades sociales de su vecino del sur. Es llamativo descubrir, por ejemplo, que se produjo una huelga de médicos al implantarse la sanidad pública en aquel país. También resulta atractiva la historia de la creación de la policía montada canadiense. Asombra conocer que la Hudson Bay Company, una empresa privada, llegó a poseer en tercio del territorio del país, que Canadá tuvo que ir a comprar a Londres. 

Las cataratas del Niágara, el monumento más visitado del país, no agradaron demasiado al autor. De esa región dice que “se muere por seguir pareciendo inglés”. Toronto, mientras, es uno de sus lugares favoritos del mundo, cosmopolita. De Montreal, por su parte, afirma que“a menudo en Montreal se tiene la sensación de que comenzaron a construir Nueva York y se cansaron”. El libro, escrito en un estilo ágil y divulgativo, dedica también una parte a hablar de figuras políticas trascendentes del país, como Lester B. Pearson, primer ministro de Canadá de 1963 a 1968 y premio Nobel de la Paz, quien eligió de heredero a Pierre Elliot Trudeau, progenitor del actual primer ministro y considerado el padre del Canadá moderno. Su personalidad, llena de contradicciones, resulta fascinante, igual que lo es constatar los muchos paralelismos (y las diferencias, a veces escondidas en el debate público en España) entre la situación de Quebec y su movimiento independentista y el soberanismo catalán. El epílogo de la obra, dedicado a estas semejanzas, redondea una obra muy disfrutable que permite conocer mejor a Canadá, el país de las segundas oportunidades para todo el mundo, el que nació y creció sin miedo a la mezcla de las culturas, consciente de que la diversidad aporta riqueza, de que suma en vez de restar, de que es una oportunidad gigantesca y no una amenaza. 

Comentarios