Lo que no tiene precio

Hace unos días conocíamos que el Museo Louvre de París batió el año pasado su récord de visitantes, con 10,2 millones. La propia dirección de la impactante pinacoteca reconoció que este máximo responde, en parte, al vídeo que Beyoncé y Jay-Z grabaron en sus salas. Desconozco qué pensará de ello Annie Le Brun, pero lo intuyo tras leer Lo que no tiene precio, su demoledor ensayo editado en España por Cabaret Voltaire. En su contraportada se define con contundencia como “un adoquín evocador de la rabia de 1968”. La autora no ahorra críticas a la sociedad actual, en general, y al mundo del arte, en particular. Y, precisamente, una de las dianas de sus dardos es la tendencia de los museos a crear exposiciones gigantes, grandes acontecimientos, aunque desfiguren la historia de sus cuadros y no cumplan la función provocadora y crítica del arte.

Su postura es radical y contundente. Se percibe escrita desde los márgenes, lo cual añade un plus de atractivo, incluso cuando no se coincidan con tosas sus tesis o cuando algunos de sus planteamientos se escapan al lector no experto en el arte. En su opinión, se comenzó hace décadas “una guerra contra la pasión, contra todo aquello de lo que no se puede extraer valor”. Y, según ella, van ganando esta guerra quienes no valoran eso que no tiene precio, a lo que alude el título del ensayo. Le Brun afirma que “ya no existe un solo problema artístico que no sea comercial”. Pone como ejemplo la compra del monopolio del color negro Vantablack, desarrollado por ejército, por parte de Anish Kapoor.


La autora reivindica el arte auténtico, que es todo lo contrario a eso que llama “belleza de aeropuerto”. Critica que haya cada vez más sucursales de grandes museos por todas las ciudades del mundo, de tal forma que se establece una especie de arte oficial, institucional. Los turistas pueden pasear hoy por las principales calles comerciales de las grandes ciudades del mundo sin apreciar grandes diferencias, ya que ve las mismas marcas en todas partes, las mismas tiendas, los mismos productos. Y algo así empieza a suceder con el arte, opina.

A Le Brun le desagrada casi todo lo que rodea hoy al mundo del arte y se encarga de dejarlo muy claro en su obra. Por ejemplo, critica que “toda obra de arte trae incorporado un discurso que la explica y destierra todo lo sorprendente, arriesgado y sobrecogedor que pudiera esperarse”. En su opinión, el público del arte “está dispuesto a confundir esos ejercicios de sumisión propuestas por el arte contemporáneo con el ejercicio de la libertad”. Tampoco le gusta la ausencia de crítica real en el mundo del arte contemporáneo, con los medios contribuyendo a popularizar ese arte oficial, por supuesto, perfectamente asimilado con el sistema, del todo inocuo y nada provocador.

La autora alza su voz contra la extensión de la fealdad del mundo, relacionada en parte con el aumento de los residuos que, cada vez con más frecuencia, se incorporan a los museos de una u otra forma. Ironiza Le Brun sobre los expertos de “subversión subvencionada” y denuncia “un estallido ininterrumpido de imágenes y mercancías de una fealdad proliferante, a la que nada se opone y que no se opone a nada”. De la comuna de París toma una máxima de su manera de entender el arte: “si existe la belleza, no puede venir de arriba”. Esa belleza de la que Dalí dijo que "no es a suma de conciencia de nuestras perversiones".

No sólo el mundo del arte y su jerarquía actual reciben este “adoquín evocador de la rabia de 1968”. La autora también dispara contra la moda y, en especial, contra las marcas de lujo que se apropian de elementos de los suburbios o del punk. Pone como ejemplo los vaqueros diseñados para que caigan por las caderas, que nacieron como “un signo de solidaridad de los adolescentes de los guetos negros americanos con sus hermanos detenidos, a los que el régimen de la cárcel impedía llevar cinturones”. Parte de esa fealdad del mundo viene también de la generalización de una clase de turismo invasivo y de masas, en el que “ya no viajan personas, viajan selfies”. ¿Y cómo enfrentarse a esta fealdad generalizada? Con el arte. La autora señala a Rimbaud como uno de los popes de esa belleza, que se encuentra en libros, pinturas o composiciones musicales, pero también en la calle o en el campo, en el día a día. O en mitad de frases en las novelas menos pensadas, como en la distopía 1984, que describe en un pasaje cómo una joven se arranca la ropa “con aquel gesto majestuoso que parecía aniquilar toda una civilización”.

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