Cómo mueren las democracias

La publicación hace unas semanas de un artículo anónimo en The New York Times que daba cuenta de una posible resistencia más o menos organizada contra Donald Trump dentro de su propia administración despertó un gran debate periodístico. Es muy inusual que un medio publique un artículo de opinión anónimo y parece claro que el periódico estadounidense hizo una excepción por tratarse de un hecho que afectaba a Trump. Probablemente no se hubiera publicado un artículo así contra cualquier otro presidente de EEUU, pero para The New York Times y la mayoría de los medios de aquel país (y de todo el mundo) Trump no es un presidente más y puede llegar a ser una amenaza para la democracia. En buena medida, esatesis sostienen también Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de Harvard en su ensayo Cómo mueren las democracias

Nunca es fácil saber cómo combatir a esta clase de líderes con tics autoritarios aupados al poder por medios democráticos, es decir, por el voto de ciudadanos que le han respaldado. ¿Cómo se preserva la democracia de decisiones tomadas por la democracia misma? ¿Qué falla para que líderes con dudoso compromiso democrático y escaso respeto a las instituciones llegue a ostentar el poder? Este ensayo da algunas respuestas a esas preguntas. Creo que por momentos obvia la parte de responsabilidad de los partidos establecidos en la irrupción de líderes populistas, como si algunas malas prácticas de ellos, como la corrupción, no dieron alas a formaciones antisistema. Los autores ponen ejemplos históricos de cómo en Bélgica y Finlandia los partidos tradicionales aislaron con éxito a los extremistas. También recuerda la alianza entre partidos tradicionales opuestos en lo ideológico en Austria en 2016 para apoyar al candidato presidencial del Partido Verde, con tal de detener a una formación de extrema derecha. Pero, visto lo visto, no está tan claro que esas alianzas sirvan para convencer a los ciudadanos que se echan en brazos de las simplezas de Trump de que le den la espalda.

Los autores hacen varios planteamientos inteligentes y sugerentes. Algunos, incluso, algo polémicos, como varios pasajes en los que aprecen añorar de alguna manera los tiempos de las salas llenas de humo en las que los popes de los partidos elegían a los candidatos y tomaban las decisiones importantes de verdad. No es que pongan esa práctica pasada como ejemplo, pero sí sugieren que, en ocasiones, demasiada democracia, abriendo las primarias para elegir candidato sin criba alguna de las direcciones de los partidos, pueden terminar dañando la democracia. En el libro se afirma que el primer fallo que permitió a Trump llegar a la Casa Blanca fueron los filtros en el Partido Republicano. Los partidos como garantes de la democracia, como primera barrera de contención contra líderes extremistas.

 “Muchos republicanos se aferraban al dicho de que mientras que los críticos de Trump interpretaban sus palabras literalmente, pero no en serio, sus partidarios las interpretaban en serio, pero no literalmente”, leemos en este ensayo, que comparte ejemplos de varios países en los que se deterioró la democacia casi sin darse cuenta los votantes, siempre con líderes elegidos en las urnas, como Perú, Hungría o Venezuela. Pero, claro, la obra se centra sobre todo en Estados Unidos. El planteamiento más original de la obra, por simple que pueda sonar, es la defensa de la importancia de dos reglas no escritas básicas en la democracia: la tolerancia mutua y la contención institucional.La primera se entiende como la aceptación de que el rival no es un enemigo, ni un terrorista, ni un criminal, ni un peligro para la democracia sólo por pensar diferente. Aceptar que el de enfrente puede gobernar sin percibirlo como una anomalía democrática. La segunda regla básica, la contención institucional, es esa norma no escrita que invita a los partidos a no abusar de las leyes ni retorcer sus competencias de forma excesiva, no usar las prerrogativas del poder hasta la saciedad vulnerando el espíritu de las leyes. 

Hay una frase maravillosa que resume estos dos principios: “La democracia, un juego al que todos queremos seguir jugando indefinidamente. Para garantizar futuras partidas, los jugadores deben refrenarse tanto de un incapacitar al otro equipo como de enfrentarse a éste en tal medida que el rival se niegue a volver a jugar mañana”.Claramente, eso dejó de pasar en Estados Unidos hace unos cuantos años. Y, lamentablemente, el lector español encontrará no pocas similitudes con la situación en España y ese clima tan crispado del debate político. Creer que el contrincante es un peligro per se y abusar las competencias del poder son actitudes más frecuentes de lo deseable en España y dañan estas dos reglas no escritas tan sencillas pero tan trascendes en la política. 

Los autores revisan el pasado de la democracia estadounidense sin ocultar sus pasajes más lamentables, como las leyes impulsadas por el Partido Demócrata en el pasado para limitar en la práctica el derecho al voto de la población blanca o la irrupción del candidato republicano a congresista en Georgia, Newt Gingrich, en la campaña de 1978, que se sitúa como el antecedente del Tea Pary y del discurso radical de derechas en aquel país. En la práctica, hasta los años 60 del pasado siglo, la democracia estadounidense se construyó sobre la exclusión racial. Y hoy, los dos grandes partidos del país están divididos por cuestiones rraciales y religiosas. Los católicos blancos heterosexuales votan más mayoritariamente que nunca al Partido Republicano, mientras que las minorías apoyan fundamentalmente a los demócratas. Los autores proponen para combatir a Trump ("nunca antes un presidente había incumplido tantas normas no escritas en tan poco tiempo") que se cumpla escrupulosamente la ley, que se respeten las instituciones. Retorcer las normas para combatir a quien hace lo mismo no es el camino, aseveran. 

¿Qué hacer, entonces, cuando el inquilino de la Casa Blanca puede ser un riesgo para la democracia?  El libro propone formar alianzas transversales en defensa de la democracia en EEUU, con la patronal incluida. Esto último suena algo cándido, más aún tras la muy ventajosa rebaja fiscal de Trump. Con todo, sí aciertan al afirmar que “las coaliciones de ideólogos afines son importantes, pero no bastan para defender la democracia. Las coaliciones más eficaces no se construyen entre amigos, sino entre adversarios”. Los autores llaman al Partido Demócrata a combatir las desigualdades económicas con medias del Estado de bienestar europeo, para acabar con la idea entre los obreros blancos de que las únicas ayudas públicas se las llevan personas de minorías raciales. Una medida que podría funcionar, aunque el repliegue generalizado de la socialdemocracia en Europa y el auge de posiciones extremistas y antiinmigración ponen en duda su eficacia. En cualquier caso, Cómo mueren las democracias plantea una reflexión importante, una llamada de atención en defensa de la democracia en tiempos duros para ella, de inquietantes riesgos y amenazas para un sistema político que, en excelente definición de Churchill, es el peor de todos excluyendo todos los demás.

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