Caras y lugares

A sus 90 años y una década después de su anterior trabajo, Agnès Varda volvió a estrenar un film el año pasado, de la mano del artista callejero JR. Considerada como una de las grandes referencias de la Nouvelle Vague, la corriente que transformó el cine francés, Varda se echa a la carretera en Caras y lugares (Visages Villages, en su original francés), a la búsqueda de rostros de personajes anónimos con los que dar vida a sus lugares de trabajo o los pueblos pequeños en los que viven.

La sencillez del planteamiento de la película explica parte de su valor. Emociona como sólo lo hacen las pequeñas cosas en la vida. No hay sesudas reflexiones sobre la vida, sólo se muestra en sus márgenes, tan pocas veces reflejados en la pantalla grande. No se habla del valor del cine y del arte en la sociedad actual, simplemente se lleva a práctica, se da una demostración nítida de ello. El documental muestra la afinidad entre los protagonistas, a quienes une más su forma de ver el mundo y la pasión por su trabajo que la gran diferencia de edad entre ambos.


Varda y JR se alejan de las grandes ciudades francesas y emprenden una ruta sin rumbo fijo ni propósito claro por las carreteras secundarias del país galo. Ambos llevan consigo el gigante fotomatón de JR, con el que imprime las enormes intervenciones gráficas con las que empapela edificios, molinos o lugares abandonados. Donde hay decadencia o riesgo de desaparición, JR y Varda sitúan arte. Efímero, de apenas unas pocas horas en algún caso, pero arte con mayúsculas y sin discusión. Desde el rostro de una mujer resistente en un barrio que amenaza con ser expropiado, que se emociona al ver su cara en la fachada de su casa, la única habitada ya, hasta las caras de las esposas de los estibadores, un mundo de hombres, pasando por obreros o mineros. 

La Francia recóndita, la que no sale en televisión, la de las personas anónimas. Cualquier pequeño gesto, cualquier rostro, puede convertirse en arte, situado en el lugar adecuado, con dimensiones gigantes. El documental simula un avance errático y sin plan fijo del plan de ambos artísticas. Y, asumiendo el componente de ficción de cualquier documental, lo aceptamos y lo saboreamos así, como la alocada idea de dos genios por las carreteras secundarias de Francia, de esta extraña pareja que transforma los lugares por los que pasa. Hay emoción auténtica, nada impostada, en las historias narradas, en los personajes con los que se encuentran Varda y JR, seres anónimos cuya identidad se convierte de pronto en material de una obra de arte, de una intervención poderosa, no sólo por sus grandes dimensiones. 

Las intervenciones gráficas en plena calle de JR y Varda, su proceso creativo y su forma de interactuar con las personas que encuentran a su paso, son lo más hermoso del filme, lo más redondo. Pero también es valiosa la relación entre Varda y JR, los diálogos que mantienen, en los que hablan un poco de todo y de nada. "Nos hemos ido del tema pero, ¿cuál era el tema?", pregunta ella, irónica, en una de esas conversaciones. Varda muestra sus problemas de vista, especialmente dolorosos para alguien dedicar a crear con las imágenes como ella. Cuenta que no puede evitar tener la sensación, a sus 90 años, de que cada cosa que hace puede estar ocurriendo por última vez. JR también comparte aspectos de su vida, como su abuela, a la que adora, o ese empeñó por no mostrar sus ojos, él precisamente que se dedica a retratar los rostros de los demás. La visita a la tumba de Cartier-Bresson y un anunciado encuentro con Jean-Luc Godard,  único superviviente junto a ella de la Nouvelle Vague, también son alicientes suficientes para atraer a los cinéfilos a este extraño, sencillo y maravilloso documental. Sin duda, una de las joyas del año.

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