Postales de Perú (II): Arequipa, Valle y Cañón del Colca


El mal de altura que amenaza en algunos puntos de Perú a los visitantes desacostumbrados a esas altitudes parece por momentos una expresión física del estado de asombro que provocan sus paisajes, la forma que tiene el cuerpo de unirse a esa fascinación del alma ante tanta belleza. El país ofrece paisajes de toda clase: desde los Andes al altiplano. Del desierto a la nieve. De los ríos caudalosos a las zonas áridas. Arequipa, la segunda ciudad del país, está rodeada de volcanes. Ahí continuamos el viaje, que nos llevará hasta el Valle y el Cañón del Colca, allá donde vuela el cóndor, ave sagrada en la cultura andina, por alcanzar tales alturas con su vuelo que puede llegar hasta los dioses y hasta otros mundos.


Buena parte de las construcciones de Arequipa están cimentadas sobre el sillar, una piedra volcánica, lo que explica que se le conozca como la ciudad blanca. Hay otra razón para este apelativo: que los españoles, con su color de piel blanco, llegaron a representar el 74% de la población de esta localidad. Contrasta la luz, el sol radiante que acompaña a Arequipa durante diez meses al año, con la grisura casi permanente del cielo de Lima. También la animación de las calles, con mucha música y mucho ambiente. 

La ciudad, que tiene como centro neurálgico una preciosa plaza de armas (quizá la más bella del país, sólo por detrás de la Cuzco),  presenta sobre todo casas bajas porque está situada sobre una placa tectónica. La menor altura de los pisos reduce los riesgos de devastación de los terremotos. Los habitantes de la ciudad la llaman República independiente de Arequipa, porque es una de las zonas del país con más sentimiento regionalista, hasta el punto de que hace décadas llegó a plantear su independencia del país, movimiento ahora superado. La plaza de armas está circundada por Portal de las flores, el de la municipalidad y el de san Agustín. Al lado de la plaza se erige, imponente, la Iglesia de la compañía de Jesús, parcialmente restaurada tras el terremoto de 2001. El templo es un ejemplo hermoso del barroco mestizo, de esa deliciosa mezcla del barroco europeo y las imágenes y los referentes locales que gozaremos en más iglesias a medida que avanza el viaje. Una capilla del templo asombra especialmente. En ella el techado representa el paraíso como un paisaje delicioso de la selva peruana. Entre las piezas de la capilla, la de un pelícano, símbolo del sacrificio, porque se pincha a sí mismo para alimentar a su cría si no tiene comida que darles. 


Desde el Mirador Carmen Alto contemplamos la campiña de Arequipa, la parte rural. Al fondo, el volcán Misti, que está activo, aunque la última vez que entró en erupción fue en la época inca. Arequipa está rodeado del valle de Chilina,del río Chili, palabra quechua que significa frío. También vigilan desde lo alto la ciudad el volcán Chachaní y el Pichu Pichu, en quechua, pico pico. El quechua es, junto al aymara y al español, idioma oficial de Perú. Unos seis millones de habitantes lo hablan, más lo entienden y sus huellas quedan en cada calle, en cada rincón del país. Volvemos a observar el privilegiado paisaje de Arequipa desde el Mirador de Yanahuara, término que proviene de dos palabras en quechua: calzón negro, por el pantalón corto que usaba la gente de esta zona. En Arequipa, igual que en el resto del país, apreciamos el ingenio de las terrazas agrícolas, de las culturas previas a los incas, que es la forma que encontraron de ganar terreno para la agricultura al escarpado terreno del país. 

De vuelta a la ciudad, nos aguardan varias visitas interesantes, pocas tanto como el Monasterio de Santa Catalina, un convento de clausura para monjas, que entraban a los 12 años. No todas, claro, por propia voluntad. Algunas cumplían la tradición, que en la época de su fundación hacía a las familias destinar a la religión a la segunda hija. En el convento estaban prohibidos los espejos, porque se consideraban un pecado de vanidad. La libertad no era una opción para las mujeres de aquel tiempo, aunque su vida dentro del Monasterio no era precisamente sobria, ya que más que un convento es una ciudad dentro de otra, con calles que reciben por nombre el de distintas ciudades españolas. Las novias debían pagar por entrar ahí, como una dote matrimonial de la época. Hoy en día, unas veinte monjas siguen en el Monasterio de Santa Catalina, cuyos colores vivos, extraordinarias vistas de Arequipa y sus alrededores y placidez onírica sorprenden al visitante. Tras el monasterio visitamos el museo de la momia Juanita, una niña sacrificada a lo dioses por los incas. La historia del descubrimiento de su cuerpo, conservado por el frío en el Ampato, conmociona.

Desde Arequipa nos dirigimos al Valle del Colca por la ruta interoceánica, que une el Pacífico con el Atlántico, y que nos reserva la sorpresa de ver al fondo el volcán Sabancaya en erupción. La última erupción de este volcán, uno de los más activos de la zona, fue en los 90. De él salen gas y ceniza, no lava, porque no es un volcán explosivo. Avanzamos por paisajes desérticos a medida que ganamos en altura. Arequipa se sitúa a mitad de camino entre las minas de plata de Potosí y la nueva capital fundada por los colonos, Lima, lo que hizo de aquella ciudad un potente centro comercial, según nos explica el guía, antes de parar a contemplar guanacos. Más tarde veremos vicuñas, alpacas y llamas, de los que se aprovecha su carne y, sobre todo, su muy valiosa piel. 

Cuando llegamos a Patampampa, a 4.900 metros de altura, tomamos mate del inca (chachacoma, coca y muña), para combatir el mal de altura. Está delicioso y, además, parece que funciona. Fascinan las formas caprichosas de las rocas. De fondo, tras comprar agua de Florida, otro remedio casero para no perder la cabeza con la altitud, observamos los Andes, creados por el choque de dos placas tectónicas. Cerca de Chivay, donde pasamos una noche, apreciamos la danza del amor, propia de este valle. En el periodo inca las ciudades estaban siempre divididas en dos partes, para fomentar su competencia. Los habitantes de una zona de la ciudad no se podían casar con una persona de la otra parte, de ahí esta la danza del amor., que propiciaba los encuentros, porque el hombre se disfraza de mujer. 

En la Iglesia de Maca vemos santos y vírgenes con vestidos tradicionales del valle del colca, como ponchos o fajas para llevar las hojas de coca. En los templos católicos también se representan deidades andinas como el sol. Como nos explicarán unos días más tarde en la catedral de Cuzco, la Iglesia católica fue más bien flexible en las tradiciones y el culto de la religión andina, que veneraban a la madre naturaleza y creían que todo tenía vida, desde una pequeña roca a un animal, por lo que merecía todo respeto. 

El Valle del Colca es uno de esos lugares en los que las cámaras son incapaces de captar toda su belleza. Quedarán unos cuantos más en el viaje. Para empezar, el Cañón del Colca, el segundo más profundo del mundo, imponente, sobrecogedor, donde asistimos boquiabiertos al vuelo de los cóndores, de quienes se pensaba que podían conectar el mundo de arriba con el de abajo. Y no extraña, visto su majestuoso vuelo. En cuanto sale el sol, los cóndores sobrevuelan ese impresionante escenario natural, con la Cruz del Cóndor presidiendo una de las zonas desde donde mejor se contempla su vuelo. En ese momento en el que miramos todos al cielo esperando que los cóndores desplieguen sus alas, un hermoso colibrí reclama una parte de nuestra atención. Momento mágico, de los que nunca se olvidan. Día excepcional. Asombro indescriptible. Terminamos el día camino de Puno, atravesando la muy comercial Juliaca, ciudad repleta de chillones anuncios publicitarios y de tuctucs, con un aire asiático. 

Mañana: Puno y Lago Titicaca. 

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