El enigma de París

El verano es una época del año particularmente propicia para volver a la novela negra, a esas intrigas que plantean un entretenimiento ágil, sin pretensiones, tan grato como poco perdurable en la memoria. He retomado mi relación intermitente con estas novelas con El enigma de París, de Pablo de Santis. En ella he encontrado todo lo que disfruto en las novelas negras: crímenes sin resolver, detectives excéntricos, investigaciones que analizan a la ver asesinatos y la condición humana, una atmósfera de intriga, como de niebla que impide ver lo que hay detrás... A esto se suma la recreación de un tiempo pasado, fascinante y brutal, atractivo y enigmático, el de la Exposición Universal de París de 1889, esa en la que se encargó a Alexandre Gustave Eiffel construir una torre de hierro gigante para dar la bienvenida a los visitantes. 


La novela nos muestra una Torre Eiffel en construcción y centro de las miradas y las críticas de no pocas personas que consideran que ese engendro de hierro desvirtúa la belleza de la capital francesa. Con motivo de la Exposición Universal, en un tiempo en el que se quería fascinar al visitante, mostrarle objetos asombrosos, acercarles a conocimientos diversos, se dan cita en París los miembros de Los Doce Detectives, venidos de distintas partes del mundo. Este recurso permite al autor jugar con los clásicos estereotipos: el italiano impulsivo, el británico meticuloso, el argentino parlanchín. 

La novela gira en torno a esa reunión de detectives que, naturalmente, como no podía ser de otra forma, se tuerce cuando aparece asesinado uno de ellos. ¿Quién está detrás del crimen? ¿Son los propios detectives sospechosos de ese asesinato? ¿Habrá más crímenes a continuación? ¿Colaborarán los miembros de este grupo para resolver el caso o hará cada uno la guerra por su cuenta? El narrador de la historia es Sigmundo Salvatrio, quien es enviado a París por el gran detective argentino, Renato Craig, que está enfermo y que además se enfrenta a las consecuencias de la resolución poco ortodoxa que dio a un caso. Cada detective tiene un asistente, un adlátere, que tiene con el investigador principal una relación algo quijotesca, igual que la de Sancho con Don Quijote. 

Salvatrio termina siendo asistente de Viktor Arzaky, amigo de Craig y organizador de la reunión. Ellos investigarán el caso. La novela, en la que la trama se va enredando más y más a medida que avanzan las páginas, como exige el género, presenta a todos los posibles sospechosos desde el comienzo. No se aferra a ese recurso tan molesto para el lector de presentar al culpable en las últimas páginas o de darle una resolución extraña, que no encaje, un Deux ex machina en toda regla. Nada de eso. Conocemos a todos los implicados y conocemos también, o intuimos, sus motivaciones. 

La novela, además, está muy bien escrita. No busca ser una obra cumbre de la literatura, naturalmente, pero está por encima de muchas de las novelas negras que he leído. En medio del avance de la investigación y de unos diálogos atractivos, aparecen reflexiones interesantes y pasajes hermosos. Como este: "Cuando uno toca aquello con lo que ha soñado, lo que le sorprende no son los detalles, sino el hecho de que se trate de algo real, compacto, cerrado sobre sí mismo, sin esa urgencia por cambiar de forma que tienen las personas y las cosas en los sueños; es un deleite y una decepción a la vez, porque significa que la fantasía ha terminado". O este otro: "Era tarde: esa hora en la que ya no miramos el reloj y nos cruzamos con gente demasiado alegre o demasiado triste". O esa sentencia fabulosa que leemos en mitad de la obra, de la resolución de este enigma de París tan entretenido: "el que envidia, desea a ciegas". 

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