Un andar solitario entre la gente

"Me gusta la literatura que me trastorna y me embriaga como vino o música, que me saca de mí, que me fuerza a leerla en voz alta y a favorecer su contagio, que me explica el mundo y me pone en pie de guerra con el mundo, y me refugia de él y me revela con la misma vehemencia todo su horror y toda su belleza". Así describe Antonio Muñoz Molina la clase de libros que le gustan en su última novela, Un andar solitario entre la gente (Seix Barral), de la que se podría decir lo mismo. Todas las obras del autor sorprenden y remueven al lector, pero pocas tanto como esta extraña, fragmentada, atípica y cautivadora novela en la que, si no sonara a terrible tópico, diríamos que la ciudad es la gran protagonista. 

Es una obra rara, muy peculiar, un collage de historias entremezcladas. No es una obra de esas que recomendarías sin dudarlo a todo el mundo, porque el lector debe asumir que se trata de una novela particular, en la que se puede encontrar una página entera con titulares extravagantes y desquiciados de prensa, junto a pasajes de vida de escritores famosos en sus respectivas ciudades y eslóganes bobos de esos que intoxican de consumismo los grandes centros urbanos. No hay una trama en realidad en esta novela, que no tiene ni principio ni final. Es, a la vez, la despedida del autor de Nueva York, una lúcida reflexión sobre la necesidad de proteger el medio ambiente, una crítica contundente al consumismo propio del sistema capitalista, una cierta añoranza por una sociedad y un tiempo que ya no existen del todo, un tributo a algunos de los autores preferidos de Muñoz Molina y también, claro, una atractiva aproximación a la ciudad como asunto literario.



Muñoz Molina habla de la ciudad y del paseo, de ese andar solitario entre la gente por distintas ciudades, de Madrid a Nueva York pasando por París, en el que se encuentra a personas de todo tipo, mensajes publicitarios y basura, mucha basura.  "El gran poema de este siglo sólo podrá ser escrito con materiales de deshecho", leemos. En el verano de 2016, el autor comparte también algunas de las noticias de esa época, como el atentado terrorista en Niza. También habla, de forma muy crítica, de Donald Trump, de todo lo que este patán, ya inquilino de la Casa Blanca, puede destrozar con su incompetencia.

La obra, que no es sencilla, que va uniendo pedacitos de distintas historias, se asemeja a un paseo sin rumbo por la ciudad, que son los mejores. “En la caminata, la conciencia primero se vuelve silenciosa, luego se queda en suspenso, se desvanece por fin. Hasta tal punto te vuelcas hacia todo lo que está fuera de ti que acabas, a rachas, durante horas, no siendo prácticamente nadie”, escribe Muñoz Molina. Y es un poco así como se siente el lector cuando avanza por las páginas de esta obra, que como es habitual en su autor tiene algo (bastante) de autobiográfico, y por las que circulan, entre otros,  Walter Benjamin, Federico García Lorca, Edgar Allan Poe. 

Una de las ciudades que recorremos a pie de la mano de Muñoz Molina en este libro tan extraño como apasionante es París, que el autor describe como "la inmersión en el espectáculo supremo de la ciudad y en la gula de las librerías y de la lengua francesa, hablada o escuchada o leída, que tiene la misma calidad suntuosa de la comida francesa, y que provoca en el aficionado que regresa a ella una ebriedad ligera como de vino francés". También en la capital francesa transcurre uno de los pasajes más bellos de la obra, cuando el autor explica que "las figuras en movimiento fueron durante mucho tiempo invisibles para la fotografía. Transeúntes, coches de caballos, carros, apenas dejan un rastro como de niebla luminosa en algunas fotos de Eugène Atget. Las calles de París están siempre vacías en sus fotos no porque él lo eligiera así sino por las captaciones técnicas de la captación de la imagen. Pero eso mismo les da un realismo involuntario, una poesía de la desaparición". Por supuesto, Nueva York, ciudad donde vivió durante años Muñoz Molina, tiene un gran peso en el libro.

Y, por supuesto, la publicidad. La saturación publicitaria, esas invitaciones a comprar y consumir más y más. "Todas esas voces entusiastas, histéricas, tentadoras, familiares, urgentes, cómplices, confidenciales, impacientes, animándote a hacer algo cuanto antes". En el libro hay también una reivindicación de una ciudad en vías de extinción, por ejemplo, la de los cafés agradables de otra época, como el Comercial, que echa el cierre mientras el autor escribe este libro. De otro de estos espacios de conversaciones y vida real escribe Muñoz Molina: "Me gustaban el café y los croissants, pero me gustaba sobre todo que no fuera un Starbucks, que no estuvieran todas las mesas ocupadas por zombies con auriculares blancos y con los ojos perdidos en una pantalla, que se oyeran conversaciones reales entre personas e incluso carcajadas, que no hubiera música regulada por un algoritmo corporativo, ninguna música, que hubiera camareras atendiendo en el mostrador y sirviendo las mesas, algunas de ésas con amabilidad". 

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