Madrid, Barcelona

Una de las muchas ventajas de tener buenos amigos que te conocen bien es que suelen acertar en sus regalos, como por ejemplo, la bellísima edición ilustrada de Madrid, Barcelona, de Ediciones del Viento, que reúne los libros que escribió Camilo José Cela sobre ambas ciudades, a las que siempre han querido enfrentar, tan distintas, tan iguales. El mejor regalo para un madrileño enamorado de Barcelona. Una joya, con ilustraciones de Juan Esplandíu y Frederic Lloveras, que fue reeditada el año pasado con motivo del centanario del nacimiento de su autor, en español y en catalán, y con la participación de la Fundación Bancaria La Caixa. Cela publicó en 1966 un libro sobre Madrid, el Madrid de entonces, claro, y en 1970 hizo lo propio con Barcelona. Son dos textos encantadores con la prosa directa del autor, que no sirven tanto de guía por ambas ciudades (ha pasado mucho tiempo) como de celebración de la vida en estos dos grandes núcleos urbanos.

En el prólogo de la obra dedicada a Madrid, Cela escribe que presenta “un libro nada solemne sobre el pueblo menos solemne de nuestra geografía: Madrid, la villa de las siete estrellas -una por cada sabio moro que miraba al cielo desde su atalaya- y de las siete colinas -las Vistillas, Santo Domingo, el terreno del Barquillo o cerro de las Salesas, la montaña de Príncipe Pío, el Alcázar, el Rastro y San Sebastián”. Madrid, “patria de quien la vive, patria de todos, en la palabra de don Pedro Calderón”. Cada libro tiene pequeños textos sobre costumbres o monumentos de cada ciudad. De la Plaza mayor de Madrid, por ejemplo, Cela escribe que “Juan Gómez de Mora, en el siglo XVII, y Juan de Villanueva, en el siglo XVIII, fueron dos arquitectos con talento, bien gusto y sentido común; lo reseñamos aquí porque no suelen ser virtudes frecuentes, ni entre arquitectos ni entre no arquitectos”. 

De un teatro en el Retiro que fue arruinado por los franceses durante la invasión napoleónica, escribe el autor con ironía que “a los españoles, que tan aplicadamente nos hemos dedicado, a través de nuestra historia, a desmantelar el país, nos reconforta pensar que, a veces, también nos ayudaron los foráneos”. Recorre Cela en el libro los cafés de Recoletos, con sus tertulias literarias, y pasea asombrado por El Prado, “si no es la mejor colección de pinturas del mundo, que lo diga quien se atreva a pensarlo y sostenerlo”. También recoge el origen de llamar gatos a los madrileños, algo que, según cuenta, se debe a lo que le dijo Alfonso VI a un soldado que trepó con agilidad por una muralla durante el asalto a una fortaleza, como un gato. La Gran Vía de finales de los 60 no no le agrada demasiado a Cela (suponemos que la del siglo XXI le gustaría aún menos. Explica que no es recta por intereses particulares, cono el de no derribar una iglesia de los jesuitas en la calle de la Flor, que fue quemada en 1931. Del edificio de Telefónica en Gran Vía dice que es “lo suficientemente grande para molestar y no lo bastante hermoso para impresionar”. Termina escribiendo el clásico “de Madrid al cielo y un agujerito para verlo”.

El libro dedicado a Barcelona comienza afirmando algo que todos los que amamos esa ciudad sin ser de ella compartimos, que nunca se sintió ni extraño ni transeúnte. “Barcelona, la próvida y rica -mesa de Barcelona, pan con persona-, la de la mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro”. Comparte el autor la curiosa historia de la construcción de la catedral de Barcelona, que impulsó el banquero Manuel Girona cuando “se acabaron los cuartos”. También escribe que "el sentido de la cuidad, con c mayúscula, lo tienen los barceloneses tan acentuado como los genoveses o los venecianos, y quizá más vivo". 

Cela elogia la belleza del edificio de la Generalitat, y aprovecha para recordar que “la institución de la Generalitat data de tiempos de Pedro el Ceremonioso, en el siglo XIV”. El autor explica que Barcelona “asimilo e hizo suyo” el modernismo, estilo que Cela encuentra vivo en las calles de la capital catalana y no anquilosado, algo importante porque “caer en los museos a destiempo o antes de tiempo puede ser síntoma de anemia” para un estilo artístico. Avanza el librito entre historias y leyendas, como esa que dice que desde que La Merced se estableció como la patrona de la ciudad en sustitución de Santa Eulalia, ésta  “en venganza hace que el cielo llueva, todos los años, por la Merced, el 24 de septiembre”.

Recoge Cela distintas versiones sobre el topónimo Montjuic, desde un posible templo dedicado a Júpiter hasta un cementerio judío. “Es probable que todas sean falsas y es seguro que, en el mejor de los casos, tan sólo una es cierta y verdadera”. El autor muestra admiración por Gaudí, de cuyo mayor empeño, la Sagrada Familia, escribe que “desde las catedrales góticas jamás hombre alguno concibió un templo tan glorioso ni tuvo convicciones tan firmes". El autor concluye su libro sobre Barcelona afirmando que si falló en su propósito de retratar con palabras la ciudad “siempre le quedará el arbitrio de hacer suyo el verso de Jean de Ligendes, poeta muerto en 1616, mal año que se escribe con tristes letras de oro en el obituario del Parnaso: la culpa es de los dioses que la hicieron tan bella”.

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