El primer hombre

Qué hacer con las obras inacabadas cuando la muerte de su autor impide ponerles punto final es una de las cuestiones más delicadas y recurrentes de la historia de la literatura. Hay quienes sostienen que esos libros jamás deben publicarse, porque no cuentan con el visto bueno definitivo de sus autores, por razones obvias. Son obras que quizá incluso jamás hubiera publicado el autor, o de las que habría cambiado, ampliado o eliminado pasajes enteros, tramas o personajes. Otros creen que no se debe hurtar a los lectores de una obra póstuma valiosa de ese autor, aunque no esté concluida, aunque haya anotaciones y se aprecie un trabajo a medio hacer. Estos últimos recuerdan también que estas obras incompletas serán siempre un material interesante para los estudiosos del autor en cuestión. 

Cuando Albert Camus falleció en un accidente de tráfico cerca de París en 1960, entre los hierros del automóvil, se encontró una maleta que incluía un manuscrito de 144 páginas. Era El primer hombre, una obra autobiográfica en la que el autor narraba la infancia de Jacques Corney, un joven en un barrio humilde de Argel, como él, que adoraba a su madre y que recibió un impulso definitivo por parte de un maestro de escuela con quien siempre se sentiría en deuda, igual que el propio autor. Hubo que esperar hasta 1994 para que se publicara esta novela, gracias a que la hija de Camus lo hizo posible, facilitando el manuscrito. La obra está claramente inacabada, hay anotaciones sobre ideas de cómo se desarrollaría la trama, diálogos que el autor no tuvo tiempo de insertar en el libro, personajes que cambian de nombre en distintas páginas, preguntas que se hace el propio escritor sobre por dónde continuar o qué contar en determinados pasajes. Estos titubeos, esta sensación de obra a medio concluir, conmueven aún más al lector, por el trágico final que impidió a Camus terminar el libro, y porque permite acercarse al modo de afrontar la escritura de una novela de uno de los autores más admirables del siglo pasado. 


En esta obra de Camus se aprecia su estilo elegante y poderoso. Desborda ternura la historia de esta infancia que rememora el protagonista, alter ego del propio escritor, en su regreso a Argelia, aunque no fuera la suya una vida precisamente fácil. El niño se revisaba el desgaste de las suelas de su calzado cada vez que jugaba la fútbol, por ejemplo, ya que tenía conciencia desde muy joven de las penurias económicas de la familia. La abuela, autoritaria, impone, mientras que la madre, aunque en un segundo plano, aunque siempre callada y silenciosa, viuda doliente, le aporta el amor y la tranquilidad, la armonía. Hay reflexiones en la obra sobre la trascendencia de la educación y sobre la humanidad y los principios éticos irrenunciables para el autor, que quedan de manifiesto en cada obra. 

La novela comienza con Jean Corney siguiendo los pasos de su padre, muerto muy joven en la guerra, del que nada recuerda. El pasaje en el que visita su tumba es estremecedor. "De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. Él tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él". Rememora Corney, es decir, Camus, su infancia y su juventud, ese periodo de la vida que es "ante todo un conjunto de posibilidades". Y habla del maestro que tanto le marcó, a quien dedicó una enternecedora y fascinante carta nada más ganar el premio Nobel de Literatura, que recoge también este libro, editado por Tusquets. De su maestro escribe: "quiero o venero a pocas personas. Por todo lo demás, me avergüenzo de mi indiferencia. Pero en cuanto a las personas a las que quiero, nada, ni yo mismo, ni siquiera ellas, harán que deje jamás de quererlas". 

Camus escribe de un joven enamorado de la escuela, de todo lo que ella le ofrecía. "No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia. En la clase del señor Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del señor Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo". El niño aprende, en gran medida gracias al profesor Germain, y también aprende de la vida en sus primeras peleas, por ejemplo, de donde extrae la lección de que "la guerra no es buena, porque vencer a un hombre es tan amargo como ser vencido por él". 

La escuela, la vida familiar, los amigos y los libros. Siempre los libros, que devoraba "con la misma avidez que ponía en vivir, en jugar o en soñar". Es una novela deslumbrante, inacabada, sí, pero deslumbrante. Y al final de la obra se incluyen las notas del autor, donde se intuye cómo se hubiera completado el libro si la muerte no se hubiera cruzado en el camino del escritor. Cuenta, por ejemplo, que el libro debería tener un final abierto, o que "lo ideal, que el libro estuviera escrito para la madre, de una punta a la otra -y sólo al final se supiera que no sabe leer-, sí, sería así". La devoción por la madre, que Camus reflejó en una de sus frases que más me gustan: entre la justicia y mi madre, me quedo con mi madre. Supongo que el debate sobre qué hacer con las obras interrumpidas por la muerte de su autor, con los libros inacabados, es interminable. Pero celebro mucho que se publicara finalmente este El primer hombre, que 24 años después sigue ahí, esperando a lectores del siglo XXI dispuestos a conocer más al admirable Albert Camus y su excelsa obra, esa de la que el autor declaró en una entrevista poco antes de morir: "aún no ha empezado". 

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