La muerte de Stalin

Quedarse en la sala de cine hasta que termina la película de verdad, es decir, hasta que concluyen los créditos finales, es siempre recomendable. En La muerte de Stalin, la inteligente sátira de Armando Iannucci basada en un comic de Fabien Nury y Thierry Robin, los créditos finales dicen mucho de la historia contada, ya que aparecen fotos de personajes de la película e imágenes reales de personas de la Unión Soviética que se van difuminando o cuyas caras se cubren con una franja negra. Es difícil mostrar de un modo más contundente la anulación absoluta de la individualidad y las purgas de los disidentes en las dictaduras. La gente, sencillamente, desaparece, como si no hubiera existido. 

La película, que ha sido censurada en Rusia porque al régimen de Putin no le hizo ninguna gracia, es hilarante. Me recordó a lo que intentó hacer, con escaso éxito, Joglars con la muerte de Franco en la muy irregular Buen viaje, excelencia. Pero esta cinta que se ríe del terror soviético está mucho más conseguida que aquella, en la que veíamos a un Franco decrépito. Es una sátira brutal e inteligente sobre la Unión Soviética y el régimen del terror impuesto por Stalin. También refleja las luchas de poder tras su muerte, cuyas circunstancias nunca fueron del todo aclaradas. Ya desde el comienzo, en el que se ve cómo Stalin llama a una sala de conciertos para pedir una copia de un recital que no había sido grabado, se acierta a mostrar con un tono satírico la crueldad de la dictadura de Stalin, en nombre del pueblo, claro. 


Una noche, Stalin se desploma en su despacho. Los guardias que escoltan la entrada al despacho escuchan el ruido. Se quedan petrificados. No saben bien qué hacer. Uno de ellos pregunta si no deberían indagar, entrar para ver si a Stalin le ha pasado algo. El otro, prudente, le dice que mejor quedarse quietos, por aquello de seguir con vida. Cuando, a la mañana siguiente, encuentran a Stalin en el suelo comienza la carrera de los miembros del comité central del Partido Comunista. Pura lucha de poder, no sin antes decidir que, antes de llamar a un médico, conviene tener quórum, o que hay que tener en cuenta que cualquier médico que quede en Moscú no será bueno, porque todos los buenos doctores han sido purgados. "¿Y si él se entera?", se preguntan entonces aterrados. "Si se cura, será un buen médico, y si no se cura, nunca se enterará", responden otros. Esto recuerda a uno de los chistes que se contaban en la URSS entonces, precisamente sobre la muerte de Stalin. "-Stalin ha muerto. -Pues a ver quién se lo cuenta". 

Adrian McLoughlin da vida a Stalin, aunque el peso del filme recae sobre otros actores. Especialmente brillante el pape de Lavreni Beria, el todopoderoso jefe de la policía soviética, a quien interpreta Russel Beale. Es él quien escribe las listas de los "enemigos del pueblo" que deben ser purgados. Él maneja toda la información, conoce todos los secretos del resto de miembros de la cúpula soviética, lo que, llegado el caso, tampoco es garantía de nada. Jeffrey Tambor interpreta a Georgy Malenkov, el sucesor de Stalin, lleno de dudas y temores, manejado a su antojo por el resto de gerifaltes de la gerontocracia soviética. También aparecen en el elenco coral del filme Andrea Riseborouh, quien da vida a la hija de Stalin, y Rupert Friend (Peter Quinn en Homeland), quien interpreta al desquiciado y alcohólico hijo de Stalin. Él protagoniza alguna de las escenas más hilarantes del filme, como cuando se niega a aceptar la realidad sobre un accidente de avión en el que viajaba el equipo de hockey sobre hielo de la URSS. "¿Accidente? ¿Qué accidente? Los aviones soviéticos no tienen accidentes". 

La película provoca carcajadas, aunque lo que esté contando sea tremendo. Permite la vía de escape del humor el tono satírico, burlesco, de la historia. Se va al extremo de lo grotesco. Ejecuciones, detenciones en mitad de la noche, puñaladas traperas entre los que quieren suceder a Stalin, corrupción generalizada, luchas de poder, espionaje a la población, masacres, cambios de opinión según convenga, sospechas cruzadas. El terror de la URSS fue tremendo. Este régimen dictatorial eliminó los derechos y las libertades de millones de personas. Con una pátina de aparente defensa del pueblo, se impuso la voluntad de una élite sobre el resto. Fue uno de los más dañinos experimentos políticos de la historia. Reírse de los responsables de aquel desastre, satirizar su historia, es un buen modo de ponerlos en su sitio. Por eso al actual gobierno ruso no le hace gracia. El humor, a veces, es el arma más poderosa de denunciar los excesos del poder. Y Putin no parece el típico hombre que disfrute demasiado dle humor. 

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