El buen maestro

No es la originalidad la mayor virtud de El buen maestro, de Olivier Ayate-Vidal. Ya hemos visto muchas otras veces en pantalla la historia de un profesor inspirador que busca atraer la atención de un grupo de alumnos conflictivos. Tampoco es novedoso el recurso de enviar a un personaje lejos de su entorno, en este caso, al profesor de un prestigioso instituto parisino a los suburbios parisinos. El cine francés, sin ir más lejos, ya sacó muy buen partido de ello en Bienvenidos al norte. El buen maestro, queda claro, no pasará a la historia ni se puede considerar una obra maestra. No aporta ninguna novedad sustancial en el género del profesor que motiva a jóvenes y les transmite una lección vital imprescindible. Y sin embargo, la cinta convence. Y hasta conmueve en algunos momentos

La película, humilde, nada pretenciosa, cumple con nota. Precisamente, por su sencillez y honestidad. Un recurso que debe de resultar tentador en este tipo de películas es el de mostrar a una especie de santo laico cuya aura de conocimiento y cultura deslumbra a los alumnos y les hace caer rendidos a sus pies. En esta película, afortunadamente, nada resulta sencillo ni milagroso en el empeño del profesor, interpretado de forma más que correcta por Denis Podalydès, omnipresente en la película.


El primer tramo de la cinta es la historia de un fracaso estrepitoso. El maestro no logra conectar con los alumnos. Aferrado a su rígida forma de entender la enseñanza, se choca contra una pared en la indolencia de unos jóvenes perdidos y desmotivados. Los compañeros del buen maestro del título le miran con cierta suficiencia, convencidos de que se estrellara, de que no le servirá de nada su experiencia en París. Casi todos los profesores del colegio están resignados y no conciben en un docente una actitud distinta al derrotismo. Cuando al historia avanza, como resulta previsible, en la dirección de un cierto entendimiento entre el profesor y los alumnos, no se pierde la verosimilitud ni se pasa de un extremo a otro en la actitud de los chavales. Es un acierto, porque le otorga credibilidad. A veces el triunfo es solo que los jóvenes no abandonen la escuela de forma prematura, por ejemplo. Y no es poco. 

Los niños que aparecen en la película no son actores profesionales, sino los alumnos reales de la escuela en la que se rodó el filme. Se nota su naturalidad, pero no su inexperiencia. Es todo un acierto, porque aporta frescura a la historia. La película es una reivindicación del poder de la educación pública, pero nada obvia, sin subrayados. Es la naturalidad de la cinta, su sencillez y su emotividad contenida y creciente, lo que convierte una película no especialmente original ni rompedora en un filme valioso y atractivo. No hace concesiones al espectador, o no demasiadas. No hay piruetas exageradas ni giros de guión tramposos. Es sólo la historia de un profesor acomodado de un instituto elitista de París que no se puede negar a un proyecto educativo de un año en un instituto del extrarradio, después de plantear en un cóctel delante de una funcionaria del Ministerio de Educación posibles soluciones a los problemas del abandono escolar en estos centros. Los alumnos aprenden a su lado una lección valiosa y se acercan a la literatura a través de Los miserables, insisto, sin transformaciones milagrosas e increíbles, mientras que el profesor entiende que la rigidez de su modelo de enseñanza de poco sirve en su nuevo destino. Es una película pequeña sin pretensiones, una cinta atractiva que deja al espectador pensando sobre el valor trascendental de la educación, un tema clásico en el cine francés, por cierto, lo cual significará algo y resulta envidiable. 

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