Voltaire/Rousseau. La disputa

"Me tratáis siempre como un perfecto estúpido", le espeta Rousseau (Pere Ponce) a Voltaire (Josep María Flotats) en un momento de la producción de Jean-François Prévand sobre los dos intelectuales dirigida por Josep María Flotats en el Teatro María Guerrero de Madrid hasta el 4 de marzo. "Oh, nunca pretendí que fuerais perfecto", le responde Voltaire. "Amo a la humanidad, lo que pasa es que siempre me encuentro por hombres en todos lados", afirma Rousseau poco después. Son sólo dos de los destellos de genialidad e ironía de esta función, que es un delicioso diálogo de hora y media entre dos grandes hombres del siglo de las luces, dos visiones enfrentadas del mundo, dos formas de afrontar la vida, dos voces que interpelan a los espectadores del siglo XXI desde el XVIII. Ambos actores, gracias a un texto excepcional, envuelven en su discusión al público, fascinado por el intercambio de golpes de ambos sobre religión, teatro, política o educación. 



Explica el creador de esta obra que siente una especial debilidad por Voltaire desde un día que "deambulaba un poco tontamente por los muelles del Sena" y se quedó prendado por un libro titulado Los diálogos filosóficos de Voltaire. No oculta Jean-François Prévand su devoción por Voltaire y reconoce en el libreto de la obra que comenzó su escritura "con un prejuicio favorable a Voltaire, pero poco a poco, espero haber reequilibrado el debate y Rousseau me ha conmovido, no sólo emocionalmente, sino política e intelectualmente". No tengo del todo claro que el debate quedé equilibrado. Voltaire sale mucho más favorecido, mientras que Rousseau a veces queda reflejado como una persona excesivamente radical y autoritaria. En cualquier caso, ambos sí aparecen como dos personas libres que comparten ideas, cada uno desde su visión del mundo, nada convencionales, incómodas y críticas con el poder. 

Leí en una entrevista a Pere Ponce que hoy probablemente ninguno de los dos podría compartir algunas de sus ideas sin ser imputados por la Fiscalía. Y puede que tenga razón. Voltaire es extraordinariamente crítico con la religión. En un momento de la obra, por ejemplo, dice que sífilis es una enfermedad terrible, que casi ha causado tantas muertes como la religión. En otro, reconoce cierta tirria a los judíos, por inventarse un dios y una tierra prometida, invención sin la cual, añade, no habrían llegado después el cristianismo y el Islam, y con ellos el fanatismo religioso. No es menos radical (más bien al contrario) Rousseau, quien defiende hacer tabla rasa con un discurso abiertamente revolucionario. Reivindica a un idealizado salvaje primitivo, desde su idea de que "el hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado". Guiado por ese planteamiento, ataca toda construcción social, como el teatro o la política, porque entiende que aleja al hombre de su auténtica libertad. Por eso adora la naturaleza y pide despojarse de todo lo que separe al hombre de su estado libre original. 

Ambos discrepan sobre la religión. Rousseau es muy católico. Pero tampoco están de acuerdo en muchas otras cuestiones. Por ejemplo, Rousseau defiende que el hombre es bueno por naturaleza, mientras que Voltaire sostiene que el hombre es un lobo para el hombre. Mientras que Rousseau cree que cualquier maldad cometida por un hombre es culpa de la sociedad, de estar alineado, Voltaire defiende la responsabilidad personal de cada uno ante sus actos. Rousseau quiere que cambien los principios de la educación, para volver a la esencia, al origen. Voltaire cree que la educación, separada de la religión, es lo único que salvará a la sociedad, que fomentará el progreso, que construirá sociedades más libres y más exigentes. 

Desde su absoluta discrepando en casi todo, ambos son incómodos para el poder. Voltaire vive en la obra en una casa fronteriza entre Francia y Suiza, para escapar a su jardín si es perseguido por sus ideas en su país, como tantos otros pensadores. Rousseau es igualmente perseguido y maltratado. Los dos tienen una visión distinta del mundo, ambas incompatibles con el poder e inconformistas, aunque uno consigue convivir mejor con la alta sociedad (Voltaire), por defender unas posiciones menos rupturistas que las del otro. Voltaire define la política como una herramienta que se pone en manos de unas personas sin escrúpulos para oprimir a otras personas sin memoria. 

Rousseau lanza mensajes sexistas, defiende que el espacio de la mujer está en el hogar, que debería ir por la calle con velo para no ser vista por otros hombres que no sea el suyo, ideas que espantan a cualquier espectador del siglo XXI, y también al Voltaire de la función. Rousseau reniega de sus obras escritas, a las que tilda de errores de juventud. Él cree que la literatura y las creaciones artísticas esclavizan al hombre y lo alejan de la virtud. Voltaire, claro, sostiene todo lo contrario. Adora el teatro y cree en su poder de transformación social. También chocan contra debates ideológicos que marcarían después la historia. Rousseau tacha a Voltaire de capitalista y critica la propiedad privada. Considera criminal al primer hombre que puso unas vallas en un terreno y las consideró suyas. Voltaire expone aquí una visión mucho más conservadora. Quizá el único punto de la función en el que Voltaire sale peor retratado que Rousseau es en su cierta prepotencia, con cuadros y esculturas de sí mismo por toda la casa, mientras que Rousseau parece mucho más humilde. 

La excusa para plantear este maravilloso duelo dialéctico entre Voltaire y Rousseau es un supuesto panfleto crítico con Rousseau, que éste sospecha que escribió aquel. Eso da pie a otro debate más sobre la libertad de expresión y la censura, sobre la confrontación entre dos visiones del mundo. Una actitud, la de Voltaire, progresista, pero sin ánimo de destruirlo todo para levantarlo de nuevo, frente a otra abiertamente revolucionaria, que sugiere hacer tabla rasa, porque entiende que es la única forma de reconstruirlo todo. Esta maravillosa disputa entre Voltaire y Rousseau deja reflexiones bellísimas sobre la cultura, en la que el primero afirma que el hombre es el único animal que es consciente de que morirá y que por eso compone óperas y escribe libros. Deja para el recuerdo la cultura. Como esta sensacional obra, encantadora, gozosa, inteligente, exquisita, con dos actores volcados en sus personajes, en estado de gracia, y un texto, traducido por Mauro Armiño, impecable que no da descanso. Una obra excepcional. 

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