Wonder Wheel

Todo en orden. Woody Allen sigue rodando películas con el piloto automático, pero sus filmes siguen siendo mucho más atractivos que la media de las cintas que se estrenan hoy en día. Sus últimos trabajos están lejos de sus obras maestras de hace años y parece que el genio neoyorquino sigue echando mano de esas ideas que tiene guardadas en un cajón, pero nos sigue valiendo. De sobra. Con Wonder Wheel, su última película, tenemos de nuevo la sensación de que ya hemos visto esa historia otras veces. Pero no nos importa. Nos gusta, incluso. Como cuando reconocemos los guiños y la mirada de un viejo amigo que vemos de año en año. Como si de una revisión médica se tratara, el diagnóstico es el mismo que años anteriores: Woody Allen sigue gozando de una mala salud de hierro. Su talento, aunque sea al ralentí, aunque no brille como antaño, continúa fascinando. 

Viaja al pasado, como tantas veces, el director neoyorquino. Traslada la historia a una Coney Island tan decadente como luminosa en los años 50. La fotografía del filme es sensacional, de las mejores en bastante tiempo en sus películas. Hay varias escenas en una habitación en la que la tonalidad de fondo va cambiando a medida que lo hace la iluminación de la noria que da nombre al filme que resultan impresionantes. Esa luminosidad, tan radiante, tan bella, contrasta con el tono del filme, totalmente alejado de la comedia, de vuelta al drama y a la visión pesimista (o lúcida) de la existencia, tan propia de Allen. 


Hay destellos de su genialidad, frases de esas que le son tan propias, como cuando un personaje afirma que controlamos mucho menos aspectos de nuestra vida de los que desearíamos, tan Math Point, o cuando escuchamos el poco sentido que tiene esto de la vida, si nos paramos a pensarlo un poco. La pasión como motor de las acciones humanas, los remordimientos, la melancolía que atrapa, el contraste entre lo que se desea de verdad y lo que uno se ve obligado a hacer. Los temas de siempre de Woody Allen. Ya vistos, ya retratados, desde luego con más brillantes, en otras cintas, con guiones más redondos. Y, sin embargo, ahí sigue estado su talento. Nos seguimos sintiendo en casa en sus películas, y conservamos diálogos deslumbrantes como ese en el que la protagonista Ginny, una descomunal Kate Winslet, afirma que las personas mayores son más comprensivas con las debilidades humanas y con los errores, porque les ha dado tiempo a acumular unos cuantos

Ginny vive atrapada en un matrimonio en el que no es feliz, con un marido violento que se descontrola con la bebida y un hijo pirómano que prende fuegos en cuanto se le presenta la ocasión. Fue actriz de joven, pero algo ocurrió, algo que le persigue y que cambió su vida para siempre. Vive presa del recuerdo de aquel pasado, cuando cualquier futuro era alcanzable. Vive ávida de emociones, desbordada por la gris realidad, odiando el parque de atracciones en el que vive, con dolor de cabeza e insatisfacción permanente. Todo empeora un poco más cuando aparece en su vida Carolina (Juno Temple), la hija de su marido Humpty (Jim Belushi), a quien persigue la mafia. Para redondear la trama está Michey (Justin Timberlake), un socorrista con ínfulas, aspirante a escritor teatral, que relata la historia de los personajes, mirando a cámara, incluso. 

Woody Allen siempre ha construido personajes femeninos muy potentes, pero quizá esta tendencia ha crecido en los últimos años. El personaje de Ginny es un regalo en las manos de la mejor Kate Winslet en años. Un personaje excepcional, trasunto un poco del propio Allen, con su hablar entrecortado, su nerviosismo, sus dudas y hasta su hipocondría. Es excepcional la interpretación de la actriz, igual que la de Juno Temple, dando vida a la cándida e inocente Carolina. Hasta Justin Timberlake cumple con nota, demostrando que algo bueno tendrá Allen, también como director de actores, por más que él siempre diga que apenas dirige y que se limita a elegir a buenos intérpretes para ponerse en sus manos. 

Aunque, por lo que he leído, a algún crítico cascarribas no le gusta, creo que uno de los aciertos del filme es que es como una obra teatral, con largos diálogos, marca de la casa de Woody Allen. La fuerza de la cinta reside precisamente ahí, aunque hay alguna escena demasiado obvia, muy de trazo grueso, como cuando aparece en escena un estudiante de Filosofía para reflejar sin matices el eterno dilema entre razón y sentimientos, que es quizá el tema con mayúscula de las películas del genial director. También parece algo obvia, pero funciona, sin duda, la metáfora de la noria que da título al filme como símbolo de lo que es la vida. El resultado, sin duda, es más que aceptable. No es, en fin, el mejor Woody Allen, pero este nos sigue valiendo. De sobra.  

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