Historia universal de la infamia

Leer una edición de 1969 de Historia universal de la infamia comprado en un anticuario de San Telmo en Buenos Aires tiene algo mágico, como de cuento de Jorge Luis Borges, precisamente. Alguien compró aquel libro en su día, y no sabemos quién fue ni por qué otras manos pasó hasta terminar en aquel rincón hermoso lleno de ediciones antiguas de muchas obras, en las que bonaerenses y turistas disfrutan en busca de historias escritas hace décadas pero que estaban justo ahí esperándoles. Quizá muchas personas leyeron este libro antes que uno, o tal vez ninguna, y fue un regalo de entonces a alguien que no lo abrió. Es mejor pensar que sí fue leído por alguien, que aquella frase explosiva, aquella metáfora hermosa, aquella punzada de ironía, sorprendió a alguien antes, hace décadas, con la misma intensidad con la que sorprende hoy.  

Los grandes autores lo son porque trascienden a su tiempo y ninguna imagine lo refleja de un modo tan claro como la de un libro cuyas hojas amarillean que tiene una segunda vida en manos de un lector del siglo XXI, decidido a seguir leyendo todo lo que Borges dejó escrito. El libro incluye la visión muy particular de Borges de sucesos y personas reales, como el mítico forajido estadounidense Billy el Niño, a quien el autor describe como "el casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes -'sin contar mejicanos'".



No es una Historia universal de la infamia, porque Borges, claro, se inventa fechas y sucesos, aunque tome como referencia para su libro a personajes reales. En el prólogo a la edición de 1954 de esta obra, Borges reniega un poco de ella, hablando del barroco. "Es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios". Continúa después que "ya en el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca. Atenuarlas hubiera equivalido a destruirlas; por eso prefiero, esta vez, invocar la sentencia quod scripsi, scripsi (Juan, 19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias". 

Afirma el autor que, entonces, no se atrevió a escribir sus cuentos clásicos, de pura invención, y que por ello recurrió a personas reales, aunque luego todo lo llenó de su imaginación. En estas páginas primeras se ve al Borges de siempre. Sus referencias clásicas, su vasta cultura, su capacidad de sorprender, sus finales inesperados, su ironía siempre a flor de piel. Y esas frases que son como minas que estallan. Como cuando leemos, por ejemplo, en boca de un personaje, que "la tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables, porque la multiplican y afirman”. 

También vemos la Borges de los objetos misteriosos, como ese Aleph que contiene todos los puntos. En la parte final, Etcétera, donde recopila distintos relatos muy breves, leemos la historia titulada Del rigor en la ciencia, en el que escribe el autor argentino que "en aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mala del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él". Esas paradojas, esa invención, esas mayúsculas, esa maestría. 

Las páginas más memorables de este libro están en el cuento Hombre de la esquina rosada, en la que Borges adopta el lenguaje arrabalero para relatar una pelea, entre personajes malencarados y violentos que ahogan sus penas en una tasca. "Para morir no se precisa más que estar vivo- dijo una del montón, y otra, pensativa también: - Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas". El cuento se redondea con uno de esos finales tan inesperados y sorprendentes de Borges, que dicen sin decir, que lo desvelan todo con un gesto, con un matiz, con un mínimo detalle. En este libro, como en cada página escrita por el genio argentino, están su talento desbordando y su colosal manejo del idioma, jugando con las palabras, cuidándolas como un orfebre. 

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