Suburbicon

No sé si incluiría a Suburbicon entre las mejores películas del año, pero desde luego sí entre las más extrañas. Entiéndase extraña como un elogio, naturalmente. Ningún otro sentido puede tener este adjetivo cuando se habla de cine. La cinta, dirigida por George Clooney y con guión de los hermanos Coen, comienza con la promoción de un barrio residencial idílico en los Estados Unidos de los años 50. El lugar perfecto para vivir. Tranquilo. Calmado. Donde nunca pasa nada. Y así comienza el film, en el paraíso terrenal, con un cartero hablando amigablemente con los vecinos hasta que, de pronto, descubre que los nuevos vecinos son una familia negra, algo insólito en ese barrio que, naturalmente, además de tranquilo y calmado es blanco, sólo blanco.
 
Es una película fronteriza, entre la denuncia social y la sátira, entre la seriedad y la ironía, entre una historia en apariencia convencional y un festival de excesos. Es una cinta rarísima, sí. Una rareza que roza la genialidad. Una cinta que, como un equilibrista, parece caminar sobre el alambre durante todo el metraje, sin caer del todo, manteniendo el equilibrio, el pulso narrativo. Es más, incrementándolo, con el más difícil todavía, en un delirio excepcional en su tramo final.
 
Siempre es recomendable acudir al cine sabiendo lo justo de la película que se va a ver. En este caso diría que es casi imprescindible. A veces los tráiler cuentan mucho más de lo que deberían y quienes amamos el cine no podemos resistirnos siempre a ver las críticas y la información relacionada con las películas que queremos ver. Y suele ser un error. No tanto porque incluyan spoilers abiertos, que a veces también, sino porque todas esas noticias o entrevistas de promoción revelan siempre algo del tono del filme, de su fondo, de lo que nos podemos esperar encontrar. Y se pierde la magia, porque se crean expectativas después no satisfechas (pocas cosas influyen tanto en la valoración de una película como las expectativas, el exceso o la falta de ellas).
 
Acudí a ver Suburbicon sin esperar nada en concreto. Había visto el tráiler que, de forma inteligente, no contaba casi nada del filme (de eso se debería tratar). La sinopsis de la película en la web de los cines contaba también muy poco, realmente nada, cuatro líneas de rigor sobre la vida idílica en ese barrio residencial y la época en la que está ambientada. Es mejor así. Siempre, en todas las películas, pero sobre todo en esta, porque hasta bien avanzada la cinta uno no tiene claro del todo el rumbo que tomará. Para cuando termina siguiendo la senda más excesiva, desmesurada y contundente, el espectador ha quedado ya atrapado por un filme extrañísimo y perturbador que, a la vez, despierta la risa en varios momentos, varios de ellos nada divertidos, de entrada. Pero ese, el que no viene a cuento, el incómodo, el que te hace pensar que no estás bien que rías en ese instante, es sin duda el mejor, y por supuesto el más difícil de lograr.
 
El sello de los hermanos Coen está detrás, y se nota. Las convincentes interpretaciones de Matt Damon y Julianne Moore (quien da vida a dos personajes) y el recital de Oscar Isaac, poniéndose en la piel de un empleado de seguros peculiar y demostrando por enésima vez, de paso, que no hay papel pequeño y que algunos personajes secundarios son lo que más impactan y perviven en el recuerdo del espectador en no pocas películas. Su interpretación es de las que piden un Oscar a gritos.
 
Sin ánimo de hacer el menor spoiler, diré sólo que la cinta plantea un juego de espejos, quizá algo burdo, tal vez demasiado evidente. Lanza un mensaje inequívoco, que resuena con especial fuerza en la era Trump, en esa época en la que el votante blanco, conservador y heterosexual se ve amenazado por la pluralidad de la sociedad que le rodea, cada vez más variada, cada vez más distinta a la del Suburbicon de la película. No faltará quien considere que la película pierde algo de su brillantez, de su delirio explosivo, con ese tono social, con ese mensaje. Pero, sinceramente, creo que los combina a la perfección. Tiene esa locura, ese ritmo trepidante, ese frenetismo desaforado, junto a la capacidad de desconcertar y sorprender al espectador. Y, de fondo, sí, también una toma de postura clara, un golpe de derechas a la América de Trump. El cine, incluso el ambientado en los años 50, no puede vivir ajeno a su tiempo, o al menos no tiene por qué hacerlo. Es una cinta extraña, es decir, una buena película. No de las que recomiendas con los ojos cerrados, pero sí de las que celebras haber elegido, a última hora, sin darle muchas vueltas, sin información previa. Sí, creo que sí la incluiré entre las películas del año. 

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