La mirada de los peces

Después de recorrer España, metafórica y literalmente, con su excelente ensayo La España vacía, Sergio del Molino ha publicado este año La mirada de los peces, una novela sin ficción, la reconstrucción de su adolescencia y de un profesor que le marcó, Antonio Aramayona, quien decidió poner fin a su vida en 2016. Pese a lo que pueda parecer, no es un homenaje a su profesor, o no un homenaje al uso, que ponga en un altar al personaje, sino una muestra de admiración a la persona de carne y hueso. Y tampoco hay nada de condescendencia en la mirada hacia su yo adolescente, esa actitud tan clásica, y tan boba, de pensar que el paso de los años le ha hecho a uno inmensamente más maduro, tanto como juzgarse a sí mismo en el pasado, como para ridiculizar un poco lo que le gustaba y le hacía vibrar hace tiempo atrás, pero sí con serenidad y lucidez. 

Con el estilo ágil que caracteriza al autor, Del Molino recuerda su adolescencia, esa época en la que "no sabía hablar de otras cosas para hablar de lo importante" y "le faltaba vida para entender la metáfora y el silencio". En un barrio del extrarradio de Zaragoza, el autor sueña otras vidas con sus amigos del instituto. Narra su primer concierto, sus tardes perdidas en descampados, siempre con ironía ("la gente cree que uno se mete en las drogas por los porros pero el primer paso son las pipas con sal"). Vemos a un chaval amante de la música, pues los discos que escucha le sirven para soñar con otro futuro, con huir de ese barrio que de alguna forma le asfixia. Y, al tiempo que recuerda su adolescencia, habla de Aramayona, profesor de filosofía en su instituto, y amigo el resto de su vida. Activista por la educación laica y la muerte digna, manifestante contra los recortes educativos del gobierno, Del Molino explica que admiraba más al Aramayona de las distancias cortas. Al profesor de las firmes convicciones que siempre trata a sus alumnos como personas maduras, al que les plantea dudas y no les induce a ninguna respuesta, más que al personaje público, con el que sufre un poco, por ejemplo, cuando acude a un programa de televisión en el que se ridiculiza su postura laica. 


Explica el autor que reconstruye su vida y el recuerdo de su admirado profesor de un modo en el que "cada recuerdo es una ficción y cada ficción se transforma en recuerdo". Hay algo muy hermoso en cómo habla Del Molino de su profesor, de la forma en la que se enfrentaba a la vida, de lo que aprendió de él. Recuerda a aquella carta de Albert Camus a su profesor cuando ganó el Nobel, en la que le decía que obtener ese reconocimiento era valioso sólo por poder volver a recordarle al maestro lo importante que fue para él. Pero en La mirada de los peces Del Molino no pretende mostrar a un ídolo, a un maestro intocable, que todo lo hace bien, sino a alguien totalmente humano. También es una forma de enfrentarse a la muerte. No debe ser sencillo que alguien a quien aprecies te informe de que se va a suicidar, de que va a poner punto final a su vida. Respetar esa decisión y, de algún modo, desear que por una vez ese hombre admirable, siempre tan firme en sus creencias, siempre tan coherente, no lo sea por una vez y siga con ellos. "No lo decimos, pero compartimos una certeza monstruosa: si Antonio se hubiese echado atrás un minuto antes de dormir su última siesta, quienes le tienen por un santo laico se habrían sentido decepcionado", leemos. 

"No sé si entiendo la muerte de Antonio Aramayona, porque entenderla equivaldría a comprender algo que quizá no pueda comprenderse. Dicen algunos físicos teóricos, como Asteres, que la ciencia puede tener límites. Esas cosas inexplicables de lo cuántico, que una partícula pueda estar y no a la vez y otras maravillas que suceden muy dentro del átomo, pueden deberse a un fallo de observación. (...) Todas esas rarezas cuánticas tal vez se deban a que no llegamos a más. En la metafísica, la muerte puede ser también un límite del conocimiento", escribe el autor. Aramayona orquestó su final, rodó un documental con Jon Sistiaga sobre su adiós, celebró una cena con exalumnos y personas queridas, hasta dejó dicho cómo quería que fuera su funeral. 

Además del recuerdo de su profesor, Del Molino revive también aquel tiempo en el que lo conoció, en el que les planteaba dilemas éticos en las clases de filosofía, siempre provocativo. Un tiempo, claro, de sueños, de ansias adolescentes, en aquel barrio en el que "en cada ventana, una estrella del rock, un delantero centro campeón de Europa o el ganador de un Oscar compartían con su familia un plato de empanadillas ultracongeladas". Una época en la que era posible viajar gracias a los discos, porque "las tardes de cuero eran extranjeras. Rober y yo, sentados en la habitación de su hermana, no estábamos más en San José. Aquello era Londres, un Camden Town de fábricas rotas, un viaje en metro hasta King's Cross, una noche en el Hammersmith Odeon en un concierto de Whitesnake". 

Hay un pasaje del libro en el que Del Molino defiende la primera persona. Explica que hay quien cree que esconderse en la tercera persona, en otro personaje, es tomar distancia, apartarse a uno mismo y construir otra voz. Pero considera que no es pretencioso, sino honesto, adoptar la primera persona, hablar desde sí mismo, porque lo otro es de algún modo engañar, pretender dar una imagen falsa de imparcialidad, de distancia. Y aquí, entre recuerdos y reflexiones, Del Molino construye un libro sencillo, pero intenso, lleno de verdad, sin ser nunca pretencioso, huyendo de la gravedad que podría imponer un tema tan severo como este, nada menos que el suicidio de un ser querido. Escapa de toda impostura, de todo discurso falso y de caminos trillados. Un libro valioso y auténtico. 

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