Tierra de Dios

A veces, el cine fascina por su capacidad de inventarse nuevos mundos. Otras, por todo lo contrario, por hacer visibles con absoluto realismo mundos que ya existen. La presencia de personajes homosexuales en el cine, afortunadamente, ha aumentado y ha ganado en riqueza y pluralidad en los últimos años. Pero aún es noticioso, por infrecuente, o directamente por inaudito, que una película con un protagonista gay como Moonlight gane el Oscar o que una cinta de amor entre dos chicas como La vida de Adele se lleve la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Suelen ser películas, además, premiadas y reconocidas por la crítica, pero que no tienen un gran rendimiento en cartelera, como si para una mayoría de los espectadores heterosexuales las historias de amor entre dos hombres o dos mujeres no fueran con ellos, como si no pudieran ser igual de universales que una trama entre un hombre y una mujer. 

El cine ayuda a visibilizar lo que existe, pero que tantas veces se esconde. A ello contribuyen iniciativas como LesGaiCineMad, el Festival de Cine LGTB de Madrid, que ayer clausuró su 22º edición. La última película que emitió el festival fue Tierra de Dios, ópera prima de Francis Lee, que agotó las entradas de la espléndida Cineteca Azcona, de Matadero, con una historia seca y dura, pero también con un poso vitalista y entrañable. El director viene de ser reconocido como mejor realizador en el Festival de Sundance y también recogió el premio a mejor film británico en el Festival de Edimburgo. Ayer se llevó dos galardones de LesGaiCineMad: mejor director y mejor actor, para Josh O'Connor, quien borda el papel del protagonista, Johny Saxby, un chaval iracundo y frustrado que es incapaz de canalizar toda su ira y su insatisfacción de forma correcta, al menos, hasta que conoce a un inmigrante rumano que acude a la granja familiar como empleado temporal, al que da vida con brillantez Alec Secareanu


Una de las escenas del filme, que apenas dura unos segundos, es una alegoría perfecta de la situación en la que se encuentra el protagonista. Es un pájaro encerrado en una jaula, que no para de saltar de un lado a otro, incómodo, sin encontrar su lugar. Así exactamente se siente Johnny Saxby, forzado a hacerse cargo de la granja familiar por una enfermedad sufrida por su padre. Por la noche ahoga su malestar en alcohol y en sexo compulsivo. Pero no deja de sentirse mal, no logra encontrar un equilibrio. Le ahoga el medio rural en el que vive, las obligaciones a las que tiene que hacer frente. Está, como el pájaro, enjaulado, quiere volar, quiere ser libre, pero no lo logra. 

Todo cambia cuando entra en su vida Gheorghe, un inmigrante rumano al que Johnny recibe con desprecio (no para de llamarlo "gitano" de forma despectiva). Él, sin embargo, le ayudará a conocerse mejor, a ver una nueva cara de sí mismo que hasta entonces desconocía. La química entre los dos actores es prodigiosa y contribuye a hacer crecer una historia medida, impecable, sin una palabra de más. Es una de esas cintas en las que casi hay tantas escenas de silencio como de diálogos. Cuesta ponerle palabras a los sentimientos. Cuesta expresar todo lo que uno lleva dentro. El personaje principal, el joven insatisfecho e iracundo, con quien cuesta empatizar al principio, se define más por sus silencios que por sus palabras. Dos escenas sirven de ejemplo. Johnny conversa con un hombre con quien ha tenido relaciones un instante antes. Éste le dice: "Yo pensaba que nosotros". Responde Johny "¿Nosotros?". "Sí", le dice el hombre. "No", zanja él. Siguiente escena. Habla por teléfono el joven. Pronuncia cuatro monosílabos. Cuelga el teléfono. Y sólo con un gesto le cuenta a otro personaje lo que le acaban de comunicar. 

Es un joven herido, permanentemente insatisfecho, al que sólo vemos reír muy avanzada ya la película, a quien vemos más al principio del filme vomitar sus borracheras que festejar la vida. En eso, hay cierto parecido con Manchester frente al mar, sólo que en aquella cinta ese silencio dolido del protagonista responde a un drama del pasado, mientras que aquí se debe a la asfixiante cotidianidad, a la insatisfacción vital de estar en un pueblo perdido y de haber tenido que crecer de golpe para hacerse cargo de la granja familiar. También es inevitable establecer comparaciones de este filme con Brokeback Mountain, por suceder en un ámbito rural y por narrar una relación pasional entre dos hombres. Pero creo que Tierra de Dios es superior en todos los aspectos.

Sin desvelar nada de la trama, la película de Francis Lee es una cinta sobre una relación homosexual sin homofobia. No cae en caminos trillados, ni en lo que cabría esperar de una relación secreta entre dos hombres en un medio rural. En realidad, nada cambiaría sustancialmente en esta historia si uno de los personajes fuera una mujer. Es mucho más una historia sobre aceptarse a uno mismo, sobre aprender a perdonarse, sobre canalizar una energía que puede ser autodestructiva, sobre el poder redentor del amor, que sobre homosexualidad, así, a secas. Es una cinta universal, con la que resulta imposible no empatizar. Una película que se estrenará en cines comerciales el 25 de noviembre y que pudimos disfrutar anoche en Matadero gracias a LesGaiCineMad, que ya prepara su 23º edición para octubre del próximo año. 

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