La España vacía

Una de las cosas que más me gustan del pueblo de mi madre en el que he pasado todos mis veranos son las expresiones que se escuchan allí, tan perdidas en la ciudad, tan resonantes y bellas, tan precisas y sabias. También esa forma pausada de estar en el mundo propia de las personas de pueblo. Me he acordado mucho de ello leyendo La España vacía, el formidable ensayo de Sergio del Molino que para muchos fue el libro del año pasado y que es, en realidad, mucho más que eso, ya que la España vacía a la que se refiere el autor es también una España muchas veces invisible, de la que no se lee en los periódicos, pero que sin embargo vive en tantas personas que abandonaron sus pueblos para ganarse la vida en más ciudades, en eso que el autor llama aquí “el gran trauma”, con cuyos fantasmas conviven tantos millones de españoles. 

Es un libro deslumbrante, que con un tono ágil, irónico y nada dogmático ni impositivo, pone palabras a una realidad que está ahí, pero que tan pocas reflexiones ha merecido hasta ahora de los autores españoles y, desde luego, que tan poco espacio ocupa en el debate político. España se vacía, hay pueblos despoblados que pierden a sus habitantes constantemente. Los jóvenes, porque se marchan en busca de trabajo, y los mayores, porque terminan también muchas veces abandonando sus pueblos en busca de atención médica o residencias cercanas a sus hijos. Del Molino no sólo no cae en ningún tópico, sino que los combate de forma convincente. No compra esa visión idealizada y bucólica del campo como el paraíso frente a la ciudad como el foco de todas las perversiones, pero tampoco acepta los prejuicios sobre pueblerinos gañanes y violentos. No esconde el cariño a esa España vacía, la tristeza por el proceso de abandono de tantos pueblos. 


El ensayo aporta argumentos y datos, pero su valor reside en su tono. No se detiene a desmenuzar unas frías estadísticas, sino que pone ejemplos concretos de pueblos abandonados, de personas que se marcharon de su lugar de origen, de novelas y películas que abordan este éxodo rural. Y lo hace con gran sensibilidad, son pretender en ningún momento adoctrinar ni sonar severo. Todo lo contrario. Como le leí a Rosa Montero el otro día hablando de la fluidez de la escritura cuando un autor está inspirado, parece que Del Molino baila con las palabras. Cada enfoque, cada anécdota, cada reflexión, desde una primera persona que es cualquier cosa menos un acto de arrogancia o prepotencia, son fabulosos. Uno lee para encontrar libros como este

Explica el autor que la mayor diferencia de España respecto a otros países de Europa es esa inmensidad de territorio sin gente, desierta, con zonas que tienen una densidad de población similar a la de Laponia. Habla también de cómo esa España vacía ha sido siempre ninguneada, incluso cuando, con la ley electoral, algunas regiones de esa zona, de pronto, fueron decisivas por el reparto de escaños en el Congreso. Pero ni por esas se escuchó la voz de esta parte del país, porque se utilizaron esos escaños para situar a paracaidistas que puedan luego votar siguiendo la disciplina de voto de cada partido, sin defender realmente los intereses de la provincia por la que fueron elegidos. 

Si recogiera aquí todos los pasajes que me han impactado del ensayo o todas las reflexiones que me han fascinado, no terminaría nunca el artículo. Así que sólo reseñaré unas pocas. Por ejemplo, cuando cita al poeta Adam Zagajewski para explicar cómo se sienten en las ciudades a las que han emigrado todas las esas personas que emigraron de los pueblos. El lector conecta inevitablemente con esta historia, porque es la que ha visto en sus abuelos o sus padres. Es un fragmento de una obra de Zagajewski excepcional: "Así pues, recorría las calles de Gliwice con mi abuelo -porque era suyo el paso que yo trataba de igualar más a menudo-, pero, de hecho, cada uno paseaba por una ciudad distinta. Yo era un rapazuelo juicioso que tenía una memoria pequeña como una avellana y estaba convencido de que, caminando por las calles de Gliwice entre edificios modernistas prusianos adornados con pesadas cariátides de granito, me hallaba donde me hallaba. Sin embargo, mi abuelo, a pesar de andar a mi lado, en aquellos momentos transitaba por Lvov". Tremendo. Señala Del Molino que "el abuelo de Zagajewski es el abuelo de millones de españoles". 

Repasa el autor las representaciones en novelas y películas del mundo rural. También uno de los tópicos más extendidos, ese que dice que el mundo rural es violento, y que se alimenta con cada suceso que ocurre en esas zonas, como si no fuera un hecho tan aislado como esos mismos sucesos en las ciudades, sino algo propio de pueblerinos. El ensayo es, a la vez, un ensayo lúcido y un libro de viajes. Viaja por distintos pueblos de España y también por su historia. Es, de hecho, una reflexión sobre el país, una aproximación original e inteligente a España, por más que, como indica el autor, los escritores escriban tan poco de su país, a diferencia de lo que sucede con autores de otros países, en parte, por la utilización del patriotismo y los símbolos nacionales por el franquismo durante cuatro décadas de dictadura. Circulan por las páginas de este portentoso ensayo Machado, Ortega y Gasset o Luis Buñuel, a quien el autor no tiene problema en criticar por sus excesos narrativos en el documental Las Hurdes, tierra sin pan, que tanto contribuyó a extender el mito de una España rural atrasada. 

Es especialmente interesante el repaso que hace el autor del carlismo, y su impacto real en la política española, mayor del que cabría pensar. También es muy interesante la reflexión sobre lo que significa el mundo rural para la generación de los hijos o los nietos de aquellos que emigraron del pueblo a las ciudades, reflejadas en obras literarias recientes. Cuenta el autor que los protagonistas del éxodo rural no salieron mucho de sus barrios de periferia a los que llegaron, sin reconocer como propia su nueva ciudad. Sus hijos, sin embargo, sí conquistan la ciudad, sí la hacen suya. Y entonces, cuenta el autor, llega "la construcción de identidades originales desde la ciudad con una mirada a los mitos heredados, que se reconstruyen y se reinventan con una libertad enorme. Es el estadio último de la descomposición de un país, una forma sutil y casi invisible de levantar una patria imaginaria. Todas las patrias lo son, pero se imaginan sobre batallas, reyes y revoluciones. Esta nueva patria se levanta, en cambio, sobre silencios, carraspeos y álbumes familiares. Más que una patria es un aire. Y creo que es lo más parecido a un patriotismo eficaz (y no militarista de estandarte y berrido) que ha vivido España en siglos". 

Compara Del Molino a esos miembros de la España vacía emigrados a las ciudades con los judíos sefardíes que conservan las llaves de una casa que ya no existen en la que fue su tierra hasta que les expulsaron. Esa llave pasa a las manos de sus hijos y nietos, que mantienen vivo el mito. Señala el autor, ya casi al final de su extraordinario ensayo, que "hay un país en España que ya no es, pero que a veces parece más fuerte y sólido que el país que es, tan negado a sí mismo, tan arrugado en sus propias vergüenzas, tan asediado por las otras patrias que se levantan orgullosas para desquicie invertebrado de los nietos de Ortega y Gasset". 

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