Un Madrid más habitable

Puede que el gran mérito de Manuela Carmena al frente del Ayuntamiento de Madrid, además de que el cielo no haya caído sobre nuestras cabezas y la capital no se haya convertido en un infierno como aventuraban sus críticos, sea haber abierto debates incómodos pero imprescindibles para la ciudad. Y uno de los más imperiosos es el relativo a la contaminación, un problema galopante que, obviamente, afecta a todos, a quienes votaron a Carmena y a quienes no, a quienes van a comprar la barra de pan a la tienda de la esquina en coche y a quienes usan el transporte público, a quienes comprenden que es necesario que caminemos hacia una ciudad más habitable y a quienes creen que es una desgracia gravísima que se restrinja el tráfico en determinadas vías. 



Fue esperpéntico el debate, por llamarlo de algún modo, que se abrió en Madrid cuando el Ayuntamiento, con buen criterio, decidió abrir la Gran Vía al peatón (es decir, a todos los madrileños, también los que tienen coche) durante las navidades. La medida, naturalmente, fue un éxito. No sólo se redujo la contaminación, sino que también se logró que la ciudad fuera más habitable esos días. La polémica recordó a aquella que se produjo en Madrid en los años 60, cuando el consistorio madrileño de entonces recogía las críticas de algunos comerciantes a la decisión de cerrar al tráfico la calle Preciados. Hoy, huelga decirlo, es la calle comercial más transitada y cara de España. Hoy, evidentemente, nadie aceptaría en Madrid que el tráfico rodara por Preciados. 

También fue surrealista la reacción de una parte de la ciudadanía madrileña, guiada a medias por el sectarismo y la pura ignorancia ("¿dónde está la contaminación, dónde está, que yo la vea?"), cuando el Ayuntamiento de Madrid hizo cumplir la ley (a diferencia de lo que ocurrió con el consistorio anterior) y restringió el tráfico a la mitad de coches (las matrículas pares) por el irrespirable aumento de la contaminación. Entonces se asistió a un debate cuñadil y rancio. De pronto, quienes usamos el transporte público asistimos enternecidos al asombro que el metro, oh, y el cercanías, fíjate, despertaban en algunos conciudadanos que de pronto descubrían que existía un mundo ahí fuera, el del transporte público, del todo exótico para ellos

A un grupo de ciudadanos madrileños no les preocupaba la contaminación, ni el impacto más que demostrado de ella en la salud pública. Qué va. Lo importante era que un día no podrían coger su coche y tendrían que entrar en un autobús, un metro o un tren de cercanías. No inquietaba el efecto tóxico de la contaminación, no, sino su libertad de poder ir en coche a la vuelta de la esquina. Daba la sensación, incluso, de que esas personas creían de verdad que el mayúsculo problema de la contaminación no iba con ellos, que los cánceres de pulmón eran cosa del vecino, nunca de ellos, que los problemas respiratorios sólo afectan a otros. Parecía incluso que el Ayuntamiento de Madrid era una institución propia de una república bananera por tomar medidas contra la polución, como si París, Milán, Roma, Londres o muchas otras grandes ciudades no hubieran tomado ya medidas similares muchos años antes. 

Ese surrealista debate sobre la contaminación y las medidas que toma el Ayuntamiento de Madrid para combatirla se repetirá a buen seguro hoy, cuando el gobierno municipal apruebe el Plan A de Calidad del Aire, que supondrá el cierre al tráfico de los no residentes del centro de Madrid a partir del primer semestre de 2018, además de reducir la velocidad en la M-30 y vetar a vehículos antiguos especialmente contaminantes. Suponemos que Esperanza Aguirre prepara ya su numerito para hablar de cochófobos y que Javier Marías se volverá a lamentar de lo mal que se circula por Madrid (a la que llamó capital maldita, ay, porque hay gente que va en bicis). Suponemos también que los negacionitas del cambio climático volverán a preguntarse dónde está la contaminación, dónde, que no se ve. Pero esperemos que ese cerrilismo no impida la aplicación de estas medidas. 

El Ayuntamiento de Madrid se ha tomado muy en serio el objetivo de reducir la contaminación y de hacer de la capital una ciudad más habitable. Y es el gran mérito de su labor de gobierno. Todos los fines de semana, el paseo del Prado se corta al tráfico, y los ciudadanos (repetimos, todos, no sólo los que no tienen carnet de conducir, todos) se pueden adueñar de esa céntrica vía. Es algo tan sencillo, tan fácil de entender, como ganar espacios para los peatones. Algo que admiramos cuando viajamos a otras ciudades, algo que nos fascina en otras localidades, porque es calidad de vida. Naturalmente, se debe fomentar el transporte público (y subir su precio no es la mejor manera). Por supuesto, al cierre al tráfico deben seguir otras medidas. Pero suena tan maravilloso que sólo los residentes, los vehículos de transporte público y los vehículos eléctricos podrán circular por el centro, que uno casi cuenta los días para llegue esa fecha. Quizá se consiga que Madrid, hermosa y siempre viva, empiece a ser, además, una ciudad más habitable. Ese y no otro debe ser el empeño del ayuntamiento: mejorar la vida de los ciudadanos. 

Quienes necesitan el coche para todo quizá sufran, pero les podemos asegurar que nadie se muere por coger el metro (sí mueren miles de personas por la contaminación). Como demuestra la cerrazón de algunos con el cierre al tráfico de la calle Preciados en los años 60, con argumentos tan incomprensibles hoy, las sociedades suelen avanzar y lo que parece una aberración en un momento termina imponiéndose cuando mejora la vida de la gente. Madrid con su centro cerrado al tráfico no me suena a pesadilla cochófoba, sino a una ciudad mejor que, de paso, combate la contaminación. 

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