El desolador drama de los rohingyas

Últimamente son frecuentes los debates sobre la identidad, sobre el sentimiento de pertenencia a un grupo, el amor a una patria, la fidelidad a unas ideas, el respeto a determinadas creencias religiosas. Es algo deprimente asistir a estos debates, porque uno sigue pensando que las fronteras sirven sobre todo para desunir, que muchas veces las identidades se emplean como arma arrojadiza contra el que es diferente, que nos empeñamos demasiado en remarcar lo que nos separa en vez de recalcar lo que nos une. No lo que nos une como españoles, europeos, católicos, musulmanes o ateos. No. Lo que nos une sencillamente como seres humanos. Ese principio básico, fundamental, tantas veces ninguneado y pisoteado que consiste simplemente en recordar que todos somos iguales, dentro de las enriquecedoras diferencias, como seres humanos. Que tenemos los mismos Derechos Humanos sólo por el hecho de ser personas. Que somos, que deberíamos ser, ciudadanos del mundo. Que la dignidad humana no depende de fronteras o pasaportes. Que las nacionalidades nada tienen que decir cuando se trata de respetar los derechos de las personas. Que las banderas son trozos de tela. Que las religiones deben ser, para quien así lo desee, una guía espiritual, un esquema ético de principios, pero para vivir en paz con los demás, incluidos los que no profesan la misma religión, jamás un argumento para odiar al diferente ni para sentirse superior a nadie. 



Estos días pasan muchas más cosas en el mundo que el problema político gigantesco en Cataluña. Muchas más. Y, desde el respeto a los independentistas más enfervorecidos y a los nacionalistas españoles más histéricos, son cosas mucho más importantes, mucho más graves. Nos enteramos la semana pasada, por ejemplo, de que el número de personas que sufren hambre ha crecido en el mundo por primera vez desde 2003, debido al aumento de los conflictos y de las migraciones. Y asistimos estos días conmovidos al desgarrador drama de los rohingyas, una minoría musulmana en un país de mayoría budista, Myanmar (Birmania), del que están siendo expulsados por la fuerza. 

Las cifras, que esconden personas, rostros humanos, son confusas, pero hasta la más conservadora deja claro la gravedad de lo que sucede, de nuevo, ante la impasibilidad de la comunidad internacional. Entre 150.000 y 290.000 personas están huyendo de Myanmar a Bangladesh, debido a las atrocidades que está cometiendo el ejército birmano, ante la pasividad insultante y dolorosa de Aung San Suu Kyi, Nobel de la Paz que no está haciendo absolutamente nada para detener el genocidio que padecen los rohingyas, quienes están viendo cómo los soldados queman sus casas, violan a sus mujeres y agreden indiscriminadamente a todo aquel que pertenece a este minoría, dejándoles como única vía de escape para salvar la vida la migración a Bangladesh, como unos apátridas con destino muy incierto, entre otras razones, porque este país no tiene recursos para recibir una afluencia tan numerosa de refugiados. 

La Nobel de la Paz es la autoridad de hecho de Myanmar, así que podría detener esta masacre, pero no lo hace. Su país no reconoce la nacionalidad de los rohingyas y su ejército está masacrando a este pueblo, en una respuesta "ilegítima y desproporcionada", según ONG como Amnistía Internacional, a unos ataques de un grupo armado de los rohingyas contra militares birmanos. Se calcula que en torno a 1,1 millones de rohingyas viven en Myanmar. Es decir, más del 20% de esta población ha huido en las últimas semanas de su hogar por el asedio militar. Viven, sobre todo, en el estado de Rajine, en el oeste del país. Su vida no es fácil. Como Myanmar no les reconoce la nacionalidad (otra vez los papeles, el odio al diferente, las barreras entre seres humanos), no pueden circular libremente y su acceso a la sanidad o la educación está limitado

Amnistía Internacional explica que ha documentado "una amplia gama de violaciones de los derechos humanos de los rohingyas, tales como homicidios ilegítimos, detenciones arbitrarias, violaciones y agresiones sexuales a mujeres y niñas, y el incendio de más de 1.200 edificios, incluidas escuelas y mezquitas". San Suu Kyi ha decidido no acudir a la Asamblea General de Naciones Unidas de la próxima semana, para evitar escuchar a los líderes mundiales reprocharle su inacción ante este genocidio. Preocupa la situación de los rohingyas, igual que la de los 27.000 miembros de otros minorías étnicas a las que también hostiga el ejército birmano. Es la misma historia, sólo que cambiando los nombres y los países, de siempre. Minorías perseguidas, identidades que sirven para separar a personas, Derechos Humanos pisoteados. Cuánto nos cuesta entender que todos somos iguales, que las religiones, el color de piel o las nacionalidades nos pueden definir, pero no deben separarnos, porque no están por encima de la dignidad humana. Es desolador que en pleno siglo XXI sigamos con estas y más que, mientras todo esto ocurre, no perdamos la ocasión de encontrar nuevos motivos para discutir y diferenciarnos de otros seres humanos, sin aceptar la diferencia como la riqueza que es, sino intentando extinguirla.

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