Muertos de frío e indiferencia

Estamos a mediados de enero y lo normal es que haga frío. Incluso, en determinadas zonas, que nieve. Habrá más o menos copos, bajarán más o menos los grados del termómetro, pero hará frío como corresponde al invierno. Es lo habitual. La nieve no desentona en la foto de arriba. El problema es que, además de la nieve en invierno, en Europa hemos terminado normalizando con inusitada rapidez la indiferencia hacia seres humanos que sufren, el menosprecio a quienes llegan al viejo continente en busca de una vida mejor, las condiciones lamentables a las que se somete a quienes están en campos de refugiados, que hacen largas colas bajo la nieve para recibir un poco de comida. Hemos convertido en algo que forma parte del paisaje lo que no puede ser asimilado como normal bajo ningún concepto. Y es culpa de casi todos. Y el casi, claro, es por los activistas y miembros de ONG que permiten seguir creyendo algo en el género humano. Es tiempo de recordar aquella frase de Martin Luther King, en la que afirmaba: "no me preocupa tanto la gente mala, sino el espantoso silencio de la gente buena”. 



Y es exactamente eso, el silencio de la buena gente, lo que debe preocupar. El silencio de quienes lamentamos ante el televisor el sufrimiento de esta pobre gente, pero nada hacemos por remediarlo. El de quienes no exigimos a nuestros gobiernos que cumplan sus compromisos de acogida con los refugiados (y aquí ningún país europeo puede presumir). O, peor aún, el de los ciudadanos que se echan en brazos de políticos extremistas que asientan su posición política sobre el racismo. El silencio atronador de quienes criticamos la locura de Donald Trump, sus discursos xenófobos, pero parecemos no censurar, al menos no con la contundencia debida, la inhumana respuesta de nuestros gobiernos al drama de los refugiados. 

Una rápida búsqueda de titulares recientes revela sólo parte de eso ante lo que los buenos callan estos días de invierno en Europa. Tres ejemplos: "El frío provoca la muerte de al menos cinco refugiados en el norte de Francia", "Casos de congelación entre los 2.000 refugiados atrapados en Belgrado", "La ONU confirma que ya hay casos de refugiados muriendo de frío en Europa". Hoy en día, la información circula más rápido y más lejos que nunca antes. Basta con abrir un buscador e introducir dos palabras clave y tendremos ante nosotros decenas de noticias sobre las penurias que sufren quienes escapan de la guerra, el terrorismo o la miseria, y encuentran en Europa recelos, incomprensión y trámites. "Estamos hablando de salvar vidas, no de trámites burocráticos y de acuerdos", ha declarado la portavoz de UNICEF, Sarah Crowe

Aunque parece no importar a nadie, y aunque muchos ciudadanos dan señales de haberlo olvidado, o de no haberse preocupado nunca por ello, conviene recordar cómo ha respondido Europa a la mayor tragedia humanitaria desde la II Guerra Mundial. Al principio, durante muchos meses, la respuesta fue no hacer nada. Pero la falta de toma de postura es una postura clara: la indiferencia. Asomó Angela Merkel, pidiendo algo de humanidad, nada más que cumplir las obligaciones del Derecho internacional. Y resulta que la posición más social de su mandato es la que le ha causado mayores quebraderos de cabeza, con fuerzas neonazis surgiendo en su país (sí, neonazis en Alemania, en el siglo XXI) y no pocas voces criticando su apertura (la última, la del patán que el viernes accederá a la Casa Blanca). 

Pronto, ese tímido destello de solidaridad se fue al traste. La insensibilidad de los gobernantes europeos, la pulsión primaria de odiar al diferente, la interesada e ignorante asociación que algunos quisieron hacer entre terrorismo y refugiados y la frágil memoria de los pueblos europeos hicieron el resto. Los refugiados dejaron de abrir informativos. Y Europa llegó al acuerdo de la vergüenza con Turquía, externalizando la gestión de este drama. Cambiando seres humanos por dinero. Eludiendo la responsabilidad histórica ante la que no ha sabido dar una respuesta adecuada. Y esto es culpa de los gobiernos, por supuesto, pero, naturalmente, también de las sociedades que no reclaman a sus ejecutivos ser solidarios y comprensivos con el drama de los refugiados o de los inmigrantes que no tienen para comer. 

Si hubiera manifestaciones a diario contra las muertes de seres humanos inocentes, por frío mientras esperan la comida en los campos de concentración, o por las de tantas personas que han perdido su vida en el Mediterráneo mientras navegaban hacia Europa; si se perdieran votos por la actitud indiferente que están adoptando los gobiernos europeos y sus incumplimientos legales y éticos; si tuviera consecuencias el repugnante racismo de algunos gobiernos de Europa del este; si en lugar de movimientos xenófobos y de extrema derecha arraigara en nuestras sociedades un sentimiento de solidaridad, de simple y llana humanidad; si los activistas que lo dejan todo para atender a los refugiados fueran los héroes de nuestro tiempo y no los grandes olvidados; si se saturaran las webs de las distintas ONG que trabajan sobre el terreno ante el aluvión de donaciones; si todo esto ocurriera, lógicamente, los gobiernos se verían obligados a actuar de otra manera. Pero esa presión social no existe. Se perdona la insolidaridad y la indiferencia de los que mandan, porque, básicamente, es compartida con los ciudadanos europeos en su inmensa mayoría. 

Europa está fallando ante un reto histórico. Y no sólo la Europa oficial, también la mayoría de sus ciudadanos, ese silencio aterrador de los buenos contra el que alertaba Luther King. Que nieve y hago frío en invierno no es noticia, por más tiempo que se le dedique en los informativos. Que seres humanos indefensos mueran ante la indiferencia de otras personas, sí, por más que se hable de ello sólo lo justo en los medios. 

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