Frantz

Al comienzo de Frantz, la elegante, pacifista y emotiva última película de François Ozon, Anna acude al cementerio de una pequeña localidad alemana, en 1919. Como cada día, lleva flores a la tumba de su prometido, que murió en la I Guerra Mundial, que acaba de terminar, y sumerge a la población alemana en el sentimiento de derrota, de odio visceral a los países vencedores de la contienda, de ansias de venganza y de patrioterismo. Anna descubre que hay flores frescas en la tumba de Frantz, y que no las llevó ella. Le pregunta al conserje del camposanto quién ha traído esas rosas. "El extranjero", responde. "¿Extranjero¿ ¿De dónde?", pregunta intrigada Anna. Entonces, el conserje le muestra una moneda francesa, por no pronunciar el nombre del país galo. Y después escupe en el suelo. Resentimiento, odio, heridas abiertas, orgullos heridos, novias veinteañeras que llevan flores a las tumbas de sus veinteañeros prometidos... La guerra. La sinrazón. Este es el clima en el que se desarrolla la historia de Ozon, autor al que sigo y admiro desde su brillante, perturbadora e inteligente En la casa, adaptación de la obra teatral El chico de la última fila, de Juan Mayorga. 



En ese contexto de entreguerras, en el que "todo francés es el asesino de mi hijo", como dice el padre de Frantz en un momento del filme, transcurre esta historia dramática y abiertamente antibelicista. Quien dejó las flores en la tumba de Frantz es Adrien, un joven francés muy afectado por la muerte del soldado alemán. "Mi única herida es Frantz", afirma en un momento del filme. Se presenta Adrien como un amigo del pasado de Frantz, quien adoraba Francia y estudio en París, que hablaba francés con su novia, porque admiraba la cultura del país galo, porque sentía veneración por sus poetas. 

El recuerdo de Frantz, la necesidad de superar los horrores de la guerra, la línea difusa entre víctimas y verdugos, el juego de espejos tradicional en la filmografía de Ozon, donde nada es necesariamente lo que parece, el poder del arte para superar las pérdidas, la necesidad de las mentiras para soportar la dura realidad... Son algunos de los aspectos que aborda esta cinta, elegante, en blanco y negro (aunque utiliza el color en algunos momentos, como recurso narrativo). Es una historia hermosa y muy sensible, en la que queda bien claro lo que causa la guerra, el sinsentido de todo esto. "Yo le dije que tenía que ir al frente a defender la patria", se lamenta el padre de Frantz frente a Adrien. "A mí me dijeron lo mismo", responde el francés. Y, en efecto, cambian las banderas y los himnos, cambian los cantos patrióticos, pero algo es igual: a las guerras se envían a los jóvenes, se hurtan vidas e inocencias, proyectos vitales, sueños. La guerra es muerte, orgullo absurdo, celebraciones sobre cadáveres de otros. Y nada más. 

Frantz es, en sí misma, una demostración del poder de la cultura. Y la propia trama remarca, a su vez, cómo la interpretación de una composición al violín, un poema desgarrador o un cuadro inquietante pueden cambiar una vida, o incluso salvarla. Varios de los momentos más tiernos del filme llegan de la mano de la cultura, como cuando los padres de Frantz lo recuerdan, de algún modo, le devuelven la vida a su hijo muerto en el frente, cuando Adrien toca su violín. "A los estudiantes alemanes nos enseñan el alemán y a los alemanes, el francés, pero luego tenemos que matarnos entre nosotros en el frente", escribe Frantz a sus padres y a su novia en una de las últimas cartas enviadas desde el absurdo horror de la primera contienda mundial, de la que nada aprendió la humanidad (la cinta refleja bien el germen de la ideología que causaría la segunda gran guerra, por la sensación de humillación del pueblo germano). 

La belleza del blanco y negro, la excelente recreación de aquella época, la buena costumbre de Ozon de tratar a los espectadores como adultos y jugar con ellos, de hacerles creer lo que no es, de ser algo ambiguo, de coquetear entre realidad y ficción, entre mentira y verdad, entre recuerdos e inventos, son algunos de los factores que hacen del filme una cinta muy poderosa. Ayudan también las interpretaciones de su reparto, en especial, de la soberbia Paula Beer. No extraña que recibiera el premio a mejor nueva actriz en el Festival de Venecia. Llena la pantalla. Transmite el recuerdo triste de su amado, el surgimiento de una nueva esperanza, la decepción, la ilusión, el desgarro de la juventud perdida, la sorpresa, la inquietud. Deslumbra. Es, en fin, una película inteligente de emociones y un siempre necesario canto antibelicista, una clara toma de postura contra la sinrazón de toda contienda armada y a favor de las relaciones personales y de los vínculos que establece la cultura, más poderosos que cualquier patrioterismo barato, o al menos, mucho más nobles. Un filme magnífico. 

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