Un discurso plano

Desde su despacho en el palacio de la Zarzuela donde recibió a los líderes políticos en las sucesivas rondas para la formación de un gobierno, el rey Felipe pronunció ayer su discurso de Nochebuena. Fue probablemente el más plano e insustancial de los cuatro que ha pronunciado desde que sucedió a su padre. Habló un poco de todo y de nada. Sin excesiva concreción. De un discurso del rey, jefe del Estado, figura simbólica, no caben esperar discursos políticos. No es su labor. Pero otros años sí lanzó mensajes algo más claros. Ayer, no. Habló un poco de la crisis, que por momentos parecía dar por superada. De Cataluña, sin mencionarla, como es tradición. Y de retos del futuro, con una inusual alusión a la tecnología y la revolución que supone. 


Fue un discurso correcto, pero muy plano. Empezó el monarca hablando de las virtudes de España, en una intervención que valía igual como discurso real de Nochebuena que como anuncio bienintencionado de Campofrío. La primera parte de su discurso estuvo llena de generalidades. Españoles abnegados, trabajadores, responsables, honrados. Morralla discursiva. Es indiscutible que Felipe VI ha mejorado mucho en sus intervenciones. Se expresa bien, utiliza las manos para enfatizar su mensaje. Pero lo que falta es un cierto contenido. El que, repetimos, por el puesto que ocupa, en realidad no puede tener. Hoy escucharemos las reacciones de los partidos políticos, que demostrarán cómo el discurso de ayer sirve para una cosa y la contraria. 

Un mensaje, en fin, reversible, que casi vale para cualquier año, para cualquier situación del país. Hizo mención a la necesaria creación de empleo de calidad, ese que escasea, el que falta en la recuperación. Habló de superar la crisis todos juntos, sin dejar a nadie atrás en el camino, sin que se ahonden aún más las desigualdades, disparadas estos últimos años. Probablemente la parte con más sentido y contenido de su intervención fue en la que habló de la situación política y, acto seguido, de la convivencia, en alusión velada a Cataluña. Ahí sí pronunció las palabras que se esperan de un jefe del Estado. Nuevamente con generalidades y sobreentendidos, sí, pero con sensatez. Pidió rebajar la crispación, que el rival político no sea un enemigo, que se ponga el acento en lo que une y no en lo que separa. 

Mensajes así son necesarios, pues si de algo andamos sobrados en España es de cainismo. Del ellos y el nosotros. De negárselo todo al adversario. También reclamó el rey que la situación política de inestabilidad vivida este año no conduzca a la desilusión y al desafecto, algo que resulta perceptible en la sociedad. Porque quienes querían cambios ven que todo sigue, sustancialmente, igual. Porque los partidos emergentes están mostrando una asombrosa capacidad autodestructiva, y porque la recomposición del bipartidismo parece más un maquillaje algo refinado que un cambio real. 

Pidió el rey expresamente igualdad entre hombres y mujeres. Un avance, sin duda, aunque no pocos echaron en falta una mención más clara del drama de la violencia machista, que a tantas mujeres ha arrebatado la vida este año. Y después repitió, con aire ya algo cansado, como harto de tener que volver a decir lo mismo año tras año (y compartimos mucho ese agotamiento), que nadie puede incumplir la ley, porque ese es un empeño estéril y porque genera insatisfacciones. Hablaba sin nombrarla de Cataluña, del proyecto soberanista que, en efecto, se plantea incumplir la ley. Y después, en la parte más novedosa de su intervención, habló mucho de tecnología, de emprendimiento e innovación. Pareció dar un espaldarazo a la deseada reforma educativa. Acabó pidiendo unidad y no reabrir viejas heridas, en lo que, puestos a analizar su discurso, algunas personas pueden interpretar una crítica a la ley de memoria histórica, en un país con muchas familias que no saben dónde están sus seres queridos, asesinados durante la Guerra Civil. Fue, en fin, un discurso plano. Tan inconcreto como sólo puede ser un discurso del rey, pero más insustancial que los últimos años. 

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