El padre de Caín

Hacer una miniserie sobre los años de plomo de ETA es casi garantía de recibir críticas. Basarla en un libro de Rafael Vera, quien fue condenado por los GAL, la guerra sucia del Estado contra el terrorismo, hace aún más probable recibir ataques de todos lados. Y es lo que ha ocurrido con El padre de Caín, emitida esta semana dos días seguidos por Telecinco. La audiencia ha acompañado, pero no las críticas. He leído quien censura que la serie pase de puntillas por las acreditadas torturas a los terroristas en aquella época, pero también críticas de la Guardia Civil, precisamente, por mostrar que estas torturas existían. Como todo suceso real doloroso, el terrorismo es material muy sensible. Y, sin embargo, es positivo que se lleve a las pantallas, a los cines y a las librerías la historia del terrorismo etarra, cinco años después de que la banda asesina pusiera punto final a su actividad asesina. 


Confieso que desconocía que El padre de Caín se basaba en el libro homónimo escrito por Vera, me enteré después de verla. Y lo agradezco, porque no iba predispuesto de ninguna manera. No tenía claro qué pensar de antemano sobre este trabajo audiovisual. Y, sí, sin conocer la procedencia de la miniserie, basada en hechos reales, me llamó la atención el modo en el que se trataron las torturas a etarras. Quim Gutiérrez da vida a Eloy, un teniente de la Guardia Civil que pidió voluntariamente el traslado a Euskadi. Es destinado a Intxaurrondo, justo cuando su mujer está a punto de dar a luz. Eloy tarda poco en presenciar el primer atentado. Y el segundo. Y, poco después, otro y otro más. Los años de plomo, los funerales cada semana, las muertes continuas. La serie retrata bien esa presión asesina y criminal de la banda. 

En un momento de la serie, tras unas detenciones, se observa cómo conducen a los detenidos, con bolsas en la cabeza, a una sala. Eloy, cabreado, reprocha a sus compañeros esa actitud. Dice que eso es justo lo que quiere ETA. Que no se debe caer en las torturas. Que esa no es manera que tiene un Estado de derecho de combatir a una banda asesina. Pero nadie le hace caso. Vuelve a quejarse ante sus superiores, que le dicen que la democracia está bien, pero que en la caza de los etarras no hay derechos que valga. Y ahí queda la cosa. Nunca más se vuelve a hablar, ni vuelven a aparecer en pantallas las torturas. Se diría que Eloy se resigna o, peor aún, que termina por convencerse de que, en efecto, no queda otra que torturar a etarras. Es el gran punto oscuro de la miniserie. 

El trabajo sí refleja bien el horror causado por ETA, la sensación constante de inseguridad de los guardias civiles que vivían en Euskadi, que no podían siquiera decir cuál era su profesión. Hay una escena en la que el personaje al que interpreta, muy contenido, muy sobrio, Quim Gutiérrez estalla. Reprocha a su casera, a quien da vida, con la excelencia habitual en ella, Aura Garrido, el silencio, "este silencio, hacéis como que no pasa nada, pero sí pasa, ahora me podría asesinar alguien por no pensar como él". Es incómodo y doloroso recordarlo, pero conviene hacerlo: una parte de la sociedad vasca calló, no necesariamente por simpatía, quizá sólo por miedo. Pero calló. Y ese silencio atronaba en los oídos de las víctimas, que no sólo se enfrentaban al dolor de enterrar a los suyos, sino que eran insultados, menospreciados, señalados. Algo habrán hecho. 

Es bueno que la ficción aborde el terrorismo etarra. Es una historia sobre la que habrá que volver una y otra vez. Desde todos los puntos de vista posibles. La labor del cine no es aleccionar a nadie ni enseñar nada. Se trata de contar historias. Y son bienvenidas las que nos acerquen a los tiempos, no tan lejanos, de muertes constantes a manos de los que decían querer liberar Euskadi, pero no hacían más que oprimirla. Y es bueno que quede claro dónde estaba cada uno, que mientras ETA disparaba, otros miraban hacia otro lado o, peor, aplaudían, daban nombres, pistas, señalaban con el dedo. También, claro, es importante recordar cómo algunos gobernantes pisotearon derechos fundamentales en la lucha contra el terrorismo, totalmente inaceptable, nauseabundo. El padre de Caín tiene desenlace brutal, al que alude el título con reminiscencias bíblicas. Es una historia de personas rotas por el terrorismo, de la sinrazón de la violencia etarra. Es una buena miniserie, a pesar de los pesares. Me gustó. Las interpretaciones son convincentes y su historia es desgarradora. 

Por cierto, la aproximación más lúcida al terrorismo etarra que conozco desde la ficción es Patria, la descomunal novela de Fernando Aramburu que no me cansaré de recomendar. 

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