1898. Los últimos de Filipinas

Uno de los prejuicios más extendidos sobre el cine español es que se ruedan demasiadas películas sobre la Guerra Civil. Un estereotipo que sólo puede sostener quien lleve años, décadas casi, sin ver películas españolas. Es una crítica, por lo demás, bastante absurda. Como si las filmografías de otros países no miraba hacia atrás en su historia. Curiosamente, lo cierto es que en el cine español hay una carencia bastante notable de cintas sobre el pasado, sobre hechos y acontecimientos históricos de esto que hoy llamamos España y que es, dicen, uno de los países más antiguos del mundo. Fuimos un imperio y lo perdimos todo. Hay mil acontecimientos cinematográficos que no han sido llevados a la pantalla grande, muchos personajes asombrosos que darían para multitud de cintas o de series. 

El cine español mira demasiado poco a la historia y un claro ejemplo de ello es el episodio de los últimos de Filipinas, el grupo de soldados españoles asediados en una iglesia de Baler, en la isla de Luzón, que siguieron resistiendo incluso después de que España y Estados Unidos firmaran el final de la guerra, que cedía la soberanía de las Filipinas a este país. 337 días asediados, sufriendo, pasando miserias. Por la gloria de un imperio que ya no existía. La única película que se había hecho hasta la fecha de este increíble suceso, uno de tantos hechos fascinantes y que son carne de cine de la historia española, data de los años 50, y tiene, claro, el tono casposo, nacionalista y patriotero del gusto franquista de la época. Nunca más se había llevado al cine esta historia. Por eso es tan de agradecer que se haya rodado 1898. Los últimos de Filipinas, dirigida por Salvador Calvo y producida por Enrique Cerezo. No sólo porque, al fin, se lleve a la gran pantalla este episodio histórico, tan cinematográfico, sino porque es una cinta más que notable, con una factura técnica excepcional (los de los estereotipos dirían que no parece española), un guión maravilloso y unas interpretaciones sensacionales. 


No es una cinta bélica. Más bien, todo lo contrario. Refleja bien la historia lo absurdo de la violencia, la sinrazón del ardor guerrero ciego y fanático, la forma de emplear grandes términos, como patria, para empujar a pegar tiros a jóvenes que no saben ni coger un arma. Este episodio es muy español: unos gobernantes incompetentes, la presencia constante de la Iglesia, tipos infames que se llenan la boca hablando de España, jóvenes enviados a una guerra lejana, soldados abandonados a su suerte, responsables militares que prefieren abstenerse de creer la realidad para seguir en un empeño inútil y estéril. Hay una escena portentosa en la película en la que el personaje interpretado por Luis Tosar, entonces el máximo responsable al mando de la iglesia de Baler, el último recinto con bandera española de las Filipinas, se niega a aceptar lo que cuentan los periódicos, esos que les han entregado para que vean que están luchando por nada, que España ha perdido las colonias, que están solos en un país que ya no es territorio español, que ya no queda imperio alguno. Dice el general que esas noticias  no son creíbles, porque los altos mandos no pueden ser tan incompetentes como para haber ordenado operaciones militares condenadas al fracaso. Por supuesto, todas esas noticias eran reales. Pura España. 

Los últimos de Filipinas, un grupo de 50 soldados, llegan a la isla de Baler para sustituir a otro batallón que fue atacado y masacrado por los filipinos que peleaban por su independencia, por su libertad tras cuatro siglos como colonia española. Cuando los soldados, jóvenes, inexpertos, que jamás han estado en una guerra, hablan de lo que hacen allí, hay actitudes dispares. Uno de ellos, contento de estar ahí, de servir a su país, se niega a aceptar que terminarán igual que los soldados a los que reemplazan. "Además, ellos dieron la vida por España", dice en un momento del filme. "¿Por España? ¿Qué ha hecho España por ti?", le rebate otro. No hay respuesta. 

El gran acierto de la película es relatar este episodio, el final del imperio español, la pérdida de las colonias, el traumático desastre del 98, sin el menor tono épico, sin patrioterismo barato. Queda clara la miseria y la sinrazón de la guerra. Su suciedad. Cómo aniquila juventudes y esperanzas, cómo destroza sueños. No hay nada glorioso ni épico en ello. Cuando, al llegar a Baler, los soldados vuelven a izar la bandera española, uno sólo ve un trapo de tela alzándose. No digamos ya cuando, terminado el asedio, se marchan, con el trapo ennegrecido y los soldados escuálidos, derrotados, entregados por nada, por conceptos difusos, por glorias ajenas, extrañas, violentas. "En la guerra hay dos tipos de soldados: los que quieren medallas y los que quieren volver. -Puestos a elegir, prefiero los primeros. -Pues esos son los más peligrosos", escuchamos en una escena de la película, en la que dialogan los personajes a los que dan vida, con la maestría habitual, Luis Tosar y Eduard Fernández

El elenco de la película es digno de mención, porque se aproxima mucho a la perfección. Todos están en su sitio, todos componen esas distintas sensibilidades de los últimos de Filipinas, todos cumplen con creces. Probablemente, su papel en esta cinta es la mejor interpretación hasta la fecha de Álvaro Cervantes, a quien vimos protagonizar la serie sobre Carlos V en TVE. Él narra la historia. Un joven con sensibilidad artística envuelto en la guerra sólo porque cree que será un pasaporte para estudiar bellas artes. Magnífico Javier Gutiérrez, dando vida a un superviviente del ataque filipino a las tropas españolas, todo ira, todo rabia, todo resentimiento, todo odio. Solventes, como siempre, Carlos Hipólito, uno de los pocos militares al mando que cuestionan la irracional defensa de esa iglesia, la negación de la realidad de los superiores, y Karra Elejalde, quien da vida a un cura peculiar. Varios actores jóvenes ofrecen también interpretaciones más que correctas, como Emilio Palacios, Patrick Criado (La gran familia española, Águilla Roja), Roberto Gómez (Carlitos en Cuentáme) y Miguel Herrán (protagonista de A cambio de nada). 

La factura técnica de la cinta es impecable. Paisajes portentosos que recrean la isla filipina donde terminó el imperio español, planos fabulosos, sonido perfecto, escenas bélicas muy logradas. El enfoque de la cinta es lúcido, una aproximación a la historia ponderada, dejando clara la insensatez de mandatorios y máximos responsables militares, ese ardor guerrero estúpido, esos tipos que buscan medallas en las guerras, los que envían a morir a jóvenes sin la menor experiencia. Buen retrato de las guerras y de España, esa cuya historia, citando a Gil de Biedma, es la más triste de las historias, porque siempre acaba mal. 1898. Los últimos de Filipinas es, en fin, una muy digna aproximación a un episodio histórico impresionante, uno de tantos de la historia española que, por cierto, también reflejó hace unos meses en el final de la segunda temporada la magnífica serie El ministerio del tiempo, también con una visión inteligente, alejada de toda épica, gloria o patrioterismo chusco. 

Comentarios