Un año de la muerte de Aylan

Andamos enredados con las proclamas racistas de Donald Trump, que no impidieron al presidente Peña Nieto recibir al magnate que ha hecho del insulto a los mexicanos su bandera de campaña. También, con el sainete electoral en España o con el autoritarismo rancio y desquiciado de Maduro ante las protestas pacíficas y masivas de la oposición venezolana. En medio de tanta actualidad, casi nadie ha recordado que hoy hace un año de la muerte de Aylan Kurdi, el niño sirio de cinco años cuyo cadáver frente a las costas europeas nos conmovió a todos, pero que nada ha cambiado en el trato a los refugiados. Una fotografía que dio la vuelta al mundo y que hoy, un año después, como bien señala el diario británico The Independent con una pregunta retórica en su impresionante portada, el mundo ha olvidado. 


Creímos, cándidos, inocentes, que algo cambiaría con esa imagen. Porque los niños en las playas juegan a construir castillos de arena y sólo se tumban en ella cuando están agotados por su actividad, por correr de aquí para allá y saltar olas, no porque han muerto ahogados de indiferencia. Todo el horror y la sinrazón de un chico de cinco años muerto frente a las costas de un continente rico (en crisis, sí, pero rico, sin duda) que miraba hacia otro lado. Y que sigue haciéndolo. Entonces parecía que nadie podría soportar una escena más como la de Aylan. Que esa fotografía sería el faro moral, una gigantesca luz de alarma que desataría una oleada de solidaridad entre la población europea y de cierta humanidad en los gobernantes de la UE. Nada de eso ocurrió, salvo contadas excepciones. 

Hoy, el drama de los refugiados sigue. Continúan muriendo cada día niños como Aylan en esas mismas aguas donde nos bañamos en verano, allí donde unos disfrutamos, otros mueren buscando un mundo mejor y escapando de la guerra. Esas aguas donde descansamos y vamos de vacaciones son testigos mudos del mayor drama humanitario de nuestro tiempo, son un cementerio inmenso de seres humanos de cuyos problemas nos desentendemos. 

Es necesario recordar este aniversario. Aunque no dudamos que el efecto sea fugaz, como el de aquella imagen. Los partidos de extrema derecha, que basan su estrategia política en agitar el odio al diferente, como Aylan, siguen ganando terreno en la triste y decadente Europa. Desde aquella foto, el Reino Unido ha decidido separarse de Europa, fundamentalmente, por motivos racistas. Le Pen sigue gozando de extraordinarias expectativas electorales en Francia. Y en muchos otros países crecen partidos xenófobos que defienden la mano dura contra la inmigración, que es decir de forma algo sutil que nada hay que hacer por mucho que cada día mueran varios niños como Aylan en las costas, que ese no es asunto nuestro. 

Angela Merkel pasa por sus horas más bajas en Alemania porque a ojos de muchos votantes germanos está siendo demasiado humana, demasiado tolerante, demasiado comprensiva, con los refugiados. Ese es el gris escenario, esa es la injusta sociedad en la que hace un año murió Aylan, como bofetada cruel de realidad, y en el que, 365 días después, todo sigue igual. Continúa el racismo extendido y, claro, continúa la absoluta indiferencia de las autoridades. Después de esa atrocidad, de la muerte de Aylan, que no fue la primera de un niño, ni la última, los países europeos firmaron un obsceno acuerdo con Turquía, que consistía en enviarles para allá a los refugiados, como si fueran escombros de los que deshacerse, como si se tratara de externalizar la gestión de residuos. Desde entonces, se envía a quien viene a Europa huyendo de la guerra a un país que viola los Derechos Humanos y que, a pesar de ello, es infinitamente más sensible y acogedor que cualquier país europeo. A cambio de dinero, claro. Porque en esta decadente Europa, en este mundo insensible, todo se resuelve con un puñado de euros. 

Un año después, sí, el mundo ha olvidado a Aylan. Y un año después, como único consuelo, siguen las ONG y los activistas volcándose con los refugiados, cubriendo el espacio que deja la indiferencia de los gobernantes y la mayoría de los ciudadanos europeos. Sólo ellos permiten pensar que no todo está perdido. Hoy como ayer, es inmensa la deuda de gratitud con quienes, a diferencia de la inmensa mayoría de la población europea, sí están a la altura del mayor drama humanitario desde la II Guerra Mundial. 

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