Siria y la insolidaridad

El régimen de Al Assad lanzó ayer una brutal ofensiva contra Alepo, controlada por los opositores y donde 250.000 civiles están atrapados desde hace tres meses. La guerra sigue desangrando Siria y la comunidad internacional vuelve a mostrarse impotente ante tal despliegue de sinrazón, muerte y vidas rotas. A principios de mes, Estados Unidos y Rusia acordaron una tregua que duró muy pocos días. Esta semana intentaron reavivarla, al menos formalmente, pero no lo lograron. Y vuelven los bombardeos, la destrucción de edificios, los mutilados, las muertes. Mientras, en Europa, se informa más bien poco de la contienda. Todas las noticias agotan, terminan cansado, convirtiéndose en parte del paisaje. Y, cuando se habla de Siria, generalmente se hace más de las consecuencias de aquella contienda salvaje que de sus causas. Se habla de los refugiados, pero con frecuencia olvidando que escapan de la guerra, del terrorismo, de un régimen inhumano dispuesto a destrozar entero su país para seguir en el poder, de unos grupos fanáticos que han aprovechado el vacío de poder de la guerra para perseguir fines que nada tienen que ver con la libertad del pueblo sirio. Y, en medio, la población civil, siempre perdedora en todas las guerras. 
La falta de solidaridad con los refugiados sirios, flagrante, dolorosa, insoportable, resulta aún más devastadora cuando se observa de dónde huyen estas personas. Por mucho que la crisis económica haya sacudido Europa, por mucho que el proyecto comunitario europeo haya cometido mil y un errores, cuesta entender cómo se extienden con tanta facilidad los discursos del odio, cómo la extrema derecha agita el racismo y tantos ciudadanos abrazan esas "ideas". Es preciso cerrar mucho los ojos ante lo que sucede en Siria para defender ciertos planteamientos. Se tiende a odiar lo diferente, lo que se desconoce. Y hay muchos ciudadanos en Europa, y prácticamente todos los gobiernos, que prefieren que el drama sirio sea algo lejano, desconocido, diferente. Pero no lo es. Nunca lo ha sido y mucho menos ahora, que la mayor tragedia humanitaria desde la II Guerra Mundial llama a las puertas de Europa y no es aceptable seguir mirando hacia otro lado.

Basta ver las imágenes que llegan de Siria, la absoluta devastación, y conocer las noticias que ofrece el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos para no seguir con indiferencia lo que sucede en aquel país. Y hay que ir al origen de esa contienda brutal que ha provocado cientos de miles de muertos en los últimos cuatro años, a lo que sucede sobre el terreno, para comprender la desesperación que empuja a los seres humanos que escapan de Siria hacia Europa, hacia cualquier parte donde los bombardeos y las masacres no sean lo cotidiano

Hay poco de lo que enorgullecerse de la reacción de Europa al drama de los refugiados, que es de ellos, de las personas que abandonan su casa, que ven destruido todo alrededor, de los padres que se marchan con sus hijos porque quieren algo mejor para ellos, sencillamente una esperanza de vida, y no de quienes los acogemos, o los deberíamos acoger. El drama es de esos seres humanos, no de los países ricos (sí, ricos frente a lo que ocurre en Siria, inmensamente ricos) que están obligados por ley, por el Derecho internacional, sin apelar si quiera a la ética o a la moral, a acoger a esas personas. La semana pasada se celebró en Nueva York la Asamblea General de las Naciones Unidas y todos los gobernantes, o la mayoría, hicieron discursos comprometidos, que inevitablemente sonaron falsos, muy cínicos. 

Sólo el cinismo puede explicar, por ejemplo, que el discurso del rey Felipe VI, escrito por el gobierno, elogiara las bondades de los flujos migratorios, al tiempo que España ha acogido sólo a 480 de las cerca de 18.000 personas que se comprometió a recibir hasta 2017. A cuentagotas, hay países que sí dan un paso adelante. Lo hizo hace unos meses Canadá, aumentando el número de refugiados sirios que está dispuesto a acoger. Y lo ha hecho también Estados Unidos, la Administración Obama, que admitirá a 110.000 personas el próximo año, eso si no gana las elecciones Donald Trump, que entre otros discursos del odio culpa a los refugiados sirios y a los extranjeros en general de todos los males del país. 

Trump simboliza como pocos el tipo de político que utiliza los prejuicios que, en mayor o menor grado, todo el mundo tiene y el desprecio al diferente. El racismo puro y duro. Pero no es el único. En Francia cada encuesta da a Marine Le Pen posibilidades de pasar a segunda vuelta en las elecciones presidenciales del próximo año, frente a Sarkozy, que tampoco es un referente de la acogida a los refugiados ni de sensibilidad. En Hungría, el próximo 2 de octubre se celebrará un referéndum sobre las cuotas de refugiados acordadas por la UE y, según los sondeos, el 95% de los ciudadanos votará en contra de la solidaridad. En Alemania, el hecho de que Merkel haya mostrado cierta empatía hacia el drama de los refugiados le ha hecho perder apoyos populares. En muchos países de Europa rebrotan fantasmas del siglo pasado, movimientos de extrema derecha. 

La Unión Europea tiene muchos retos por delante, de toda índole. Pero el de dar una respuesta humana a las peticiones de asilo de quienes escapan de la guerra y el terrorismo es quizá el más imperioso, aquel por el que más nos juzgará la historia. Y salimos feos en el retrato. Insolidarios. Racistas. Egoístas. Sólo las ONG que se dedican a atender a estas personas permiten mantener algo la esperanza en el ser humano. Siria se sigue desangrando y el mundo sigue mirando hacia otra parte. 

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