Europa en el diván

Los tres líderes que se juntaron ayer en la emblemática isla de Ventotene para reanimar a Europa pueden haber perdido sus cargos de aquí a un año. Matteo Renzi se juega su futuro político en un referéndum constitucional este otoño y el próximo año hay elecciones en Francia, donde François Hollande nada tiene que hacer, según los sondeos, ante el empuje de la extrema derecha de Le Pen y de la derecha de Sarkozy, y en Alemania, donde a Angela Merkel le está pasando factura su sensibilidad (tal cual) con los refugiados. La interinidad de los líderes de Alemania, Francia e Italia simboliza bien el estado de confusión en el que está sumida Europa, sobre todo después de que los británicos decidieran con su voto marcharse de la Unión Europea, en la consulta del Brexit, de la que hoy se cumplen dos meses. 

Renzi, Hollande y Merkel intentaron lanzar un mensaje de unidad y de fortaleza, incluido el escenario belicoso de un portaaviones. También es significativo que los líderes de los tres mayores países de la UE se reúnan en un lugar simbólico, la isla de Ventotene, donde en 1941 se firmó un manifiesto que recibió el nombre de esa isla y que llevaba por título Por una Europa libre y unida. Cuando se recurre a la nostalgia es que algo marcha mal en el presente. Y en el caso de Europa algo marcha, en efecto, muy mal. El proyecto comunitario, el mejor ideado en muchas décadas en este continente donde hasta hace no tanto nos matábamos los unos a los otros, languidece cercado por su impotencia en la respuesta al drama de los refugiados, por el muy frágil crecimiento económico, la pérdida de influencia de Europa en el escenario internacional y la amenaza terrorista.

Se juntaron Renzi, Hollande y Merkel para intentar darse fuerzas, para autoconvencerse de que la UE no atraviesa un momento tan delicado, de que todo tiene solución. El primer problema, quizá, es que no todos ven igual el problema. No se comparte el diagnóstico, y por eso es muy difícil acordar un tratamiento. Y no digo sólo entre los líderes comunitarios, cada uno mirando por lo suyo, literalmente, por su propio futuro electoral, sino entre la población europea. Falta una idea común de Europa, un sentimiento ciudadano, que la crisis ha devorado. 

Muchos pensamos que Europa está mostrando falta de sensibilidad, acordando con Turquía externalizar la gestión de la crisis humanitaria de los refugiados. Pero otros, no hay más que ver el auge de la extrema derecha y el regreso del nacionalismo, piensan justo lo contrario. Fue muy cándido escuchar a algunos líderes españoles decir tras el Brexit que de una Europa solidaria nadie se quiere ir. Ojalá. Pero lo cierto es que, fundamentalmente, el voto a favor de abandonar la UE respondió al desprecio al diferente, al racismo puro y duro de algunos votantes británicos que no querían dar ayuda a extranjeros ni permitir la libre circulación de personas dentro de la UE. Sin más. Tan crudo como el racismo que ha guiado a no pocos gobiernos europeos estos últimos meses, y a no pocos ciudadanos europeos, que es más grave. 

Duele ver que es en Europa, allí donde más devastación provocó el nacionalismo, donde prenden de nuevo con tanta facilidad ideas egoístas e identitarias. Nada que no haya ocurrido antes en la historia tras una crisis económica salvaje como la sufrida en los últimos años. Esa misma falta de sensibilidad exhibida por Europa ante la crisis de los refugiados, salvando las distancias, se apreció ya en la gestión de la crisis, imponiendo una austeridad extrema y rígida que ralentizó la recuperación y ahogó las economías de los países más frágiles. Se han disparado las desigualdades dentro de la UE, y dentro de cada país europeo, sin que las autoridades hayan mostrado especial preocupación por lo que no fueran los grandes datos macroeconómicos. Nunca en la historia sucedió a un periodo de crisis devastadora otro de estabilidad política. Jamás. Esa lección histórica parece no haberse aprendido. 

En los orígenes de Europa está la unidad económica, sí. Pero también comparten los países de la UE, o deberían compartir, el empeño por preservar el Estado del bienestar, invento genuinamente europeo. Quizá ingenuamente, muchos pensamos que la UE debería asentarse sobre esos principios, esa igualdad de derechos, ese sistema de protección social tan cuestionado con la crisis. Quizá, sólo quizá, el olvidarse de ese lado social, de aquello que caracteriza a Europa respecto a otras zonas del mundo, haya acelerado esta desafección con Europa, que sigue siendo una buena idea, aunque mal planteada. El déficit democrático de las instituciones europeas tampoco ayuda. En muchos países de la UE se sigue viendo Bruselas como un compendio de burócratas que determinan aspectos claves de nuestras vidas, personas a las que nadie ha votado. 

Europa se enfrenta también a la creciente amenaza terrorista, con el miedo filtrándose por los poros de esta sociedad. El temor a ataques fanáticos de quienes odian a todo aquel que no comparte su pérfida visión del mundo. Y, también, el temor como excusa para limitar la libertad, la tentación de intentar blindarse, anteponiendo la seguridad al respeto de los derechos. Una cuestión complicada, pues pasa por asumir que no son evitables los atentados de un loco decidido a matar infieles. Quizá, el mayor reto al que se enfrenta esta Europa que no sabe qué quiere ser de mayor. La operación de rescate europeo, la reconstrucción de este proyecto, sigue siendo una misión que vale la pena. Pero no se tiene claro a dónde se quiere ir ni qué valores se desean mantener. Europa está en el diván, sí, pero nadie tiene un tratamiento adecuado para su recomposición. 

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