Todos queremos algo

La portentosa Boyhood termina con su protagonista, al que hemos visto crecer durante 12 años en uno de los más deslumbrantes experimentos cinematográficos de siempre, acudiendo a la universidad. Mason llega al campus, dispuesto a comenzar una nueva etapa de su vida. Una de las últimas escenas nos muestra al protagonista del filme conduciendo, sólo, libre, independiente, con la hermosa Hero, de The Family of the Year, sonando. Todo el mundo quiere algo, la última película del genio que concibió, dirigió y escribió Boyhood, Richard Linklater, comienza donde terminó aquella cinta. De nuevo, la universidad. Sólo que esta vez, en los años 80. Con un enfoque más alocado, menos profundo, pero igualmente sugerente. Nostalgia de un tiempo de drogas, sexo y rock and roll, pero más que eso. No es una de tantas cintas de adolescentes dispuestos a desfasar en la universidad, que también. Es, digamos, ligereza inteligente. Una diversión que, de repente, introduce chispazos de la genialidad de Linklater en sus soberbios diálogos. 

La cinta comienza con Jack llegando a la universidad de Texas. Son los años 80. Escucha música a todo trapo en su deportivo. Se dirige a la casa donde vivirá con el resto de jugadores del equipo  de béisbol. La historia abarca tres días, los precedentes al comienzo de las clases. Curioso el contraste entre el último proyecto del director, que se rodó durante 12 años, y esa historia, que cuenta en tres días la sucesión de fiestas, risas, juegos, piques y diálogos de un grupo de jóvenes cuyas mayores y únicas aspiraciones antes de comenzar las clases (y después, naturalmente) son beber cerveza, divertirse y, sobre todo, conocer chicas. 


Pero ambas películas, tan diferentes, consiguen algo mágico: captar el tiempo. Boyhood deslumbra porque es la vida misma, porque consigue ser un relato extraordinario de la pura normalidad. Su sencillez se convierte en su principal virtud. Y, en efecto, capta la infancia y la adolescencia. Todos nos sentimos representados en esa historia. Y logra algo que pocas veces se consigue en el cine, atrapar el paso del tiempo. Una obra maestra. A su manera, desde luego lejos de la excelencia de su anterior trabajo, Linklater hace con Todos queremos algo un canto al carpe diem, a disfrutar del momento. Una oda a la juventud, a esas ansias por disfrutar, a esa ausencia de problemas, a ese éxtasis de independencia y libertad de la universidad, a esa insolencia fastuosa. Y consigue también, sí, captar ese siempre efímero pero maravilloso estado de exaltación, cuando el término imposible aún no se ha incorporado al diccionario vital, cuando se trata de ir conociéndose pero, sobre todo, de disfrutar. 

Hay un momento del filme en el que uno de los personajes, fanfarrón y algo engreído, como corresponde a esa edad, dice "hoy es el mejor día de mi vida, al menos, hasta mañana". La expresión capta bien lo que se siente cuando se es joven. Cómo uno siempre quiere comerse el mundo y, lo mejor de todo, piensa que de verdad puede hacerlo, y que lo hará. El hecho que finalmente casi siempre sea al revés no convierte en cínica ni cándida esta historia de Linklater. Es una exaltación de la celebración de la vida. Una mirada nada descreída, sino más bien fascinada, a un tiempo pasado, pero que, de alguna manera, se repite a cada instante, sólo que con nuevos protagonistas. 

La película tiene todos los ingredientes de la historia mil veces vista de jóvenes universitarios que lo dan todo: drogas, sexo, mucho alcohol, fiestas de madrugada, desfase, hasta peleas en el barro... Pero va más allá. Con Linklater el cine siempre va más allá. Y, en medio de la alegre y despreocupada ligereza, en mitad de la divertida y políticamente incorrecta intrascendencia de las fiestas continuas y los excesos de los personajes, aparecen diálogos inteligentes. Y todo cambia. Chispazos. Sin que uno se dé cuenta. Desde la frase que escribe un profesor en la pizarra el primer día de la universidad, última escena del filme, hasta la llamada a ser rarito, a ser uno mismo, porque sólo ahí es cuando se empieza a disfrutar, o la alegría por sentir pasión por algo. 

Una de las escenas más inolvidables de Boyhood, y siento volver a ella, pero es lo que tienen las obras maestras, es aquella en la que Mason conoce a quien será su primera novia. Hablan. Dialogan de su vida. Él le cuenta a ella que siente que haría muchas cosas si no fuera por el qué dirán. Que es triste cómo todos nos sentimos de un modo u otro constreñidos por entrar dentro de la normalidad. "Sea lo que sea lo que eso significa", le responde ella. Es una de tantas escenas fabulosas de la cinta, en la que se abren paso reflexiones sobre la vida, el sentido de todo esto, lo que de verdad importa. En Todos queremos algo, mucho más alocada, mucho más ligera, también hay varias escenas similares. Y la más bella es una que comparten Jack y la joven con la que empieza a salir. En ella hablan de sus pasiones, el béisbol y el teatro. Pero hablan de todo un poco. De cómo entienden la vida. Y se produce entonces esa conexión mágica entre dos personas, ese grado de confidencias en el que se cae la máscara que, en mayor o menos medida, todos llevamos puesta

Todos queremos algo es, además, un canto de amor a la música. Acudimos con los personajes a una discoteca de música disco, a un concierto de música country y a otro de punk. Linklater ha dicho que esta cinta tiene tintes autobiográficos. Resulta en parte inevitable apreciar la nostalgia que mueve al director a rodar este filme, su recuerdo deslumbrado de los 80, una época de libertad y despreocupaciones. Pero a la vez, es un filme vitalista, muy divertido. No parece una cinta del año 2016 que rememora los 80. Es una película ochentera rodada ahora. Por cierto, siempre conviene quedarse a ver los créditos finales de las películas, auténticas obras de arte, a veces. En este caso es obligado. Y hasta ahí puedo leer. Con otro tono, Linklater sigue cautivando y tras la magistral Boyhood se entrega a un ejercicio más superficial, más hedonista, pero también sobresaliente. Seguimos rendidos a sus pies. 

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