Los enamoramientos

Afirma Javier Marías de Los enamoramientos, una de sus últimas novelas, que es su obra más lúgubre. No es que ninguno de sus libros sea particularmente festivo, ni la alegría de la huerta (no es eso tampoco lo que nadie busca en su cuidada y envolvente prosa), pero, en efecto, esta novela es, con diferencia, la más deprimente, la más desgarradora. Como en tantas otras obras de Marías, todo comienza con una muerte. Pero en este caso hay diferencias sobre sus anteriores trabajos. Es tan lúcido como ellos, pero más oscuro. 

María Dolz es la narradora de la obra. Y esta es otra novedad. En la mayoría de las novelas del autor de Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí, la voz narradora es la de un hombre. Aquí es una mujer quien cuenta la historia, un ejercicio meritorio de Marías, si bien el estilo del autor es tan marcado que apenas se aprecia un cambio entre esta y otras novelas. Ese estilo, de largas subordinadas, de frases que envuelven al lector, que lo atrapan, que lo van enredando, que calan hondo, que requieren a veces de segundas lecturas, que no pretenden ponerlo fácil al lector, que da muchas vueltas, que maneja un vocabulario rico, es el mismo en todas sus obras. Es demasiado poderosa la voz de Marías como para varias al margen de quien sea el narrador de sus obras de ficción. 


María Dolz se sienta en la terraza de la misma cafetería madrileña cada mañana. Sola. Desayuna mirando fascinada a una pareja que transmite un amor y una complicidad envidiables. Le da ánimos contemplar esa escena, le aporta cierta esperanza, quizá. La imagen de un amor puro, siempre con risas, con miradas alegres, con coqueteos. Un día, deja de verlos. No asisten. Y empieza a llegar puntual al trabajo, tras ser hurtada de ese momento de plenitud, de serenidad, de energía captada de unos extraños. Es potente esa imagen. Una mujer que siente que algo le falta cuando deja de encontrarse en la cafetería con ese matrimonio que tanto le aporta, sin ellos saberlo. 

La repentina ausencia de la pareja puede deberse a muchas razones. Una mudanza. Un viaje largo. Pero no. La ausencia será permanente. Él, "Miguel Desvern, o Deverne", apareció apuñalado en la calle. Un gorrilla le culpaba de haber conducido a la prostitución a sus dos hijas. María entra entonces en contacto, por casualidad, con Luisa, la viuda. Conoce entonces que Miguel y ella la llamaban "la joven prudente". Comparte su dolor por la ausencia, el desgarro por una muerte inútil y prematura (si es que no todas lo son). Entra entonces en contacto con Díaz-Valera, amigo del fallecido. Y todo cambia en sus vidas. 

No conviene desvelar el tema de fondo que aborda la novela, porque sería eso que ahora llamamos, con el anglicismo de turno, un spoiler. Tratándose de una obra de Marías el lector sabe que puede esperar reflexiones profundas, complejas, nada sencillas. Se acerca al alma humana. Sobre todo, a la parte más oscura de la misma. A sus contradicciones. A lo que se es capaz de hacer para alcanzar aquello que se desea. Al prestigio social del amor, o mejor, del enamoramiento, ese estado en el que casi todo es perdonable. 

La prosa de Marías, que a no pocos se les atraganta, que muchos buenos lectores consideran delibera e innecesariamente enrevesada, cautiva. Porque enreda al lector. Plantea un dilema, generalmente al comienzo de la obra. Después, en realidad, poco ocurre. Se reflexiona mucho. Se escarba en la personalidad de los personajes, en sus oscuros deseos, en sus secretos, en su pasado, en sus miedos y anhelos. El autor suele recurrir a fragmentos o frases de otras novelas, generalmente de Shakesperare (muchos de los títulos de sus novelas, de hecho, proceden de obras del autor inglés). Y ellas sirven de hilo conductor. Aparecen y desaparecen a lo largo de la novela. Cobran distintos sentidos. Se vuelve varias veces sobre unas frases pronunciadas páginas atrás. Se adelanta y se atrasa. Se detiene la acción. Se piensa. Con pausa. Con lentitud. Con una prosa exquisita

Al final de Los enamoramientos, título que sugiere tal vez una ligereza que no aparece ni por asomo, al lector le queda la misma sensación de haber disfrutado con un ejercicio de literatura de máximo nivel, de esa que obliga a detenerse a pensar, de la que plantea dilemas éticos y morales profundos, de la que no se queda en la superficie. Y todo, con el estilo personalísimo de su autor. No es su mejor obra, pero la prosa hipnótica de Marías atrapa en estas páginas. 

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