Hombres desnudos

La ligereza es, a la vez, la principal virtud y el mayor defecto de Hombres desnudos, la novela de Alicia Giménez Bartlett que ganó el Premio Planeta el año pasado. Por momentos, es un libro interesante, por la frescura con la que capta el lenguaje de la calle, por cómo se adapta a la forma de hablar y pensar de personas de distintas clases sociales, de diferentes procedencias. Se lee con cierto interés, es entretenido. Pero, al tiempo, es bastante intrascendente. La historia narrada no llega a asombrar o a atrapar lo suficiente. Le falta algo. Hondura. Profundidad. Da la impresión en ocasiones de que se queda en la superficie. La portada del libro (aquí, a la izquierda), es un limón con su piel medio pelada. Y a veces da la sensación de que no llega a quitarse la piel esta novela, de que no llega a traspasar la superficie. 

Hombres desnudos es una suerte de Pretty Woman, sólo que cambiando las tornas. Se estructura en torno a cuatro personajes. Irene, empresaria de éxito, ha llevado siempre la vida que se esperaba de ella. Heredera del negocio familiar de su adorado padre, todo se viene abajo cuando la crisis hace tambalear los cimientos de su empresa y la separación de su marido, que se ha marchado con otra mujer, resquebraja los pilares de su vida. 
Irene se apoyará en este momento de crisis vital en Genoveva, divorciada, libérrima, fiestera. La amiga a la que el grupo en el que se movía Irene ha dado la espalda. Por extraviada, por demasiado alegre y poco convencional. Del otro lado están dos hombres. Javier, profesor de literatura en un colegio de monjas. Al igual que Irene, su vida es aparentemente perfecta. Está feliz. Tiene un sueldo bajo, pero suficiente para vivir, junto al de su novia Sandra. Y tiene tiempo para leer, su gran pasión. De nuevo, todo se derrumba cuando es despedido. Ya no es necesario un profesor de apoyo de literatura. La crisis hace estragos. Irene no tenía gran relación con Genoveva, no era amiga íntima de ella. Javier tampoco lo era de Iván, el nieto de una vecina de su abuela, el perfecto poligonero, malhablado, pero de buen corazón. En él se apoya para intentar salir de la depresión en la que entra al verse en el paro y sin opción de encontrar trabajo, porque nadie parece necesitar, con la que está cayendo, un profesor de literatura.

Este juego de espejos, Irene respaldada por una amiga que en el fondo es sólo una conocida, y Javier haciendo lo propio con Iván, es quizá lo más interesante de la novela. Y la novela avanza con distintas voces. Los cuatro narran lo que está ocurriendo, cómo ven a sus amigos, qué piensan de lo que hacen o dicen. Se podría decir que es una novela sobre la crisis. Sobre cómo personas que creían asentada su vida la ven destrozada cuando vienen mal dadas. Javier se siente fuera de la sociedad, un cero a la izquierda, cuando pierde su empleo. Irene, por su parte, descubre que lo más importante en su vida era la empresa, es que va de mal en peor por la maldita crisis. 

También puede afirmarse que es una obra sobre las relaciones personales en la sociedad actual, muchas veces más bien superficiales y con falta de compromiso. Genoveva es el perfecto ejemplo de mujer que busca divertirse, pasarlo bien, sin prejuicios ni corsés morales. Y esto incluye llamar a chicos de compañía cuando le parece oportuno. En parte, sólo que recurriendo a situaciones muy excesivas, probablemente demasiado excesivas para ser tomadas como retrato de la sociedad, la novela es el reverso de las relaciones convencionales, las de matrimonios serios, cenas en pizzerías los sábados y encuentros civilizados con grupos de amigos. 

En lo que respecta a Iván, el joven de barrio con el que comienza a salir Javier, aunque siente que nada tiene en común con él (no lee, dice tacos, exabruptos, es violento, machista, racista, homófobo, un pieza, en fin), la novela tiene tintes de picaresca. Iván no lo ha tenido fácil. Sus padres eran drogradictos. Le persigue ese pasado turbulento, esa infancia en la que aprendió a ganarse las castañas por su cuenta. Es un superviviente sin demasiados escrúpulos, con buen fondo, pero con evidentes problemas para canalizar su ira y sus problemas personales. Él llevará a Javier a un territorio inexplorado para él, donde todo discurrirá por sendas que el anodino profesor de literatura jamás habría imaginado, al que alude el título del libro (Hombres desnudos). 

Pero la novela ganadora del Premio Planeta por delante de la excepcional La isla de Alice, de Daniel Sánchez Arévalo, es sobre todo una obra sobre la soledad. Todos los personajes de la novela, voluntaria o involuntariamente, están solos. Y de cómo gestionan esa soledad, ese cambio a sus planes vitales, esa sensación gratificante a ratos, fría en otros momentos, de llegar y estar solo en casa. Hay personajes de la obra que parecen llevarlo bien, porque es su elección vital. Y otros a los que esta situación les destroza. Hombres desnudos no va de amor, sexo o crisis económica. Va, sobre todo, de la soledad. Y sus múltiples e imprevisibles consecuencias. 

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