Turquía dispara a los refugiados

Las comparaciones son odiosas. Y probablemente innecesarias. Pero uno tiene la sensación de estar viviendo el Holocausto del siglo XXI. Sólo que ahora somos perfectamente conscientes de lo que sucede. Entonces, millones de personas desconocían lo que estaba ocurriendo a unos kilómetros de su casa. Hoy no nos queda el recurso del desconocimiento. Hoy no vivimos en la inocencia. Los medios de comunicación, unos más que otros, unos con más sensibilidad que otros, hablan a diario al drama de los refugiados. Nadie puede alegar falta de información. Quien duerma tranquilo ante el peregrinar desesperado de cientos de miles de personas y quien no critique la cobardía moral de la Unión Europea es porque no quiere. No porque no sepa lo que sucede. Y lo que pasa es muy grave. Tan grave que chirría estar hablando de paseos de políticos, datos de déficit o cualquier otra noticia, mientras se revela que la policía turca ha disparado a matar a refugiados sirios, incluidos niños. 

Es inconcebible que sigamos con nuestras vidas como si nada ocurriera. Se echan de menos manifestaciones masivas en las calles de todas las ciudades europeas para abochornar a los líderes políticos que han decidido subcontratar la gestión del drama humanitario de los refugiados que huyen de la guerra siria a Turquía, como quien cede la gestión de residuos a un tercero. Todos podemos actuar, cada uno en su nivel. Es imperioso presionar a los gobiernos, que son los que representan a los ciudadanos. Ellos están firmando un acuerdo que pisotea el Derecho internacional en nuestro nombre. Ellos miran hacia otro lado con la muerte de dos niños al día, dos Aylan al día, en nuestro nombre. Ellos se entregan a los discursos populistas de los grupos xenófobos que se ven amenazados por la llegada a Europa de familias indefensas. 

Cunde la sensación de urgencia. De intolerable rebeldía ante la impasividad con la que se presencia el drama de estas personas. No es posible. Cómo podemos abstenernos de actuar. De qué forma nos engañamos para sostener que, sí, esto de los refugiados es una lástima, pero, ya saben, no podemos recogerlos a todos. Es una pena. Qué mala suerte han tenido. Como si no fuera con nosotros. O como si sólo fuera con nosotros por los problemas que, desde una visión de repugnante egoísmo, este flujo de seres humanos nos generan, en opinión de quienes se entregan al racismo. La confusión intolerable entre los yihadistas criminales, que pervierten una religión, y la inmensa mayoría de musulmanes. La interesada comparación entre los terroristas que asesinan en nombre del Islam y los refugiados que en nada pueden creer, y en la bondad del ser humano mucho menos que en nada, tras su penoso periplo huyendo de la guerra. 

Hay excepciones. Hay personas que, ante la indecente pasividad de los gobiernos europeos y la indiferencia alarmante de la mayoría de la sociedad de la UE, actúan. Las ONG. Acnur, Médicos sin Fronteras, Unicef y tantas otras. Ellas siguen trabajando. Mientras los dirigentes comunitarios se reúnen en sus elegantes despachos en Bruselas, a su ritmo, gestionando una crisis humanitaria con la misma sensibilidad que una ameba, las ONG salvan vidas. Y mantienen la fe en el ser humano. Nos permiten comprender que ante tanta fealdad e injusticia, aún quedan personas éticas que no confunden prioridades, que no se pueden quedar paradas ante las muertes de personas inocentes que escapan de las bombas. Personas que hacen enrojecer el rostro, siempre bien alimentado, de los gobernantes europeos. Y que también llaman a la acción a los ciudadanos. Porque es mucho lo que podemos hacer. Muchos más de lo que queremos creer, para pensar que este drama en realidad no es cosa nuestra. 

Unicef ha lanzado una campaña conmovedora, El viaje de su vida, que busca precisamente concienciar a los ciudadanos, hacerles comprender lo que está ocurriendo en territorio europeo. En ella, se simula un concurso que tiene como premio un viaje por Grecia, Estambul, Viena. Destinos idílicos. Fascinantes. Las risas de los ganadores se apagan y tornan en llanto y rabia cuando comprenden que ese viaje es el que han emprendido cientos de miles de personas que escapan de la guerra siria. 

Es necesaria esta labor de las ONG para concienciar a los ciudadanos. Como lo es la denuncia de quienes están en el terreno. El Observatorio Sirio para los Derechos Humanos denunció ayer que la policía turca dispara a matar a los refugiados. Lo publicó el diario The Times y, sorprendentemente, hoy no abre portadas de periódicos ni ha provocado una reacción furibunda, ni la exigencia de responsabilidad para los gobernantes turcos y para los europeos, que quieren poner en manos de esta gente a refugiados. También hay denuncias de que Turquía está devolviendo de forma masiva a personas que escapan de Siria de vuelta a las bombas. La base del acuerdo entre la UE y Turquía es que este país es seguro. Y, a tenor de estas informaciones, no lo es tanto. Cierto es que Turquía ha sido infinitamente más generoso que la UE, con 2 millones de refugiados. Pero urge aclarar esta información. Y revela también la gravedad del acuerdo indecente de Europa. 

Así como hay ONG ejemplares, también existen gobiernos que actúan de un modo diferente, sencillamente ético, a los ejecutivos europeos. Y el ejemplo, en esto y otras muchas cosas, es Canadá. El país, gobernado ahora por Justin Trudeau, que se declara abiertamente feminista para escándalo de quienes conceden connotaciones poco menos que diabólicas y perversas a este término, por cierto, se ha comprometido a acoger a otros 10.000 refugiados, según anunció ayer su ministro de Inmigración. Su objetivo es recoger a más de 44.000 refugiados este año, tanto en centros públicos como en domicilios particulares. 

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