El papa Francisco, en Lesbos

El papa Francisco sigue enervando a las facciones más ultraconservadoras de la Iglesia, lo cual es una señal clara de que lo está haciendo bien. Es cierto que sus avances son más simbólicos que reales, más de discurso que de acción. Pero sus gestos y discursos varían mucho respecto a lo que estábamos acostumbrados. La voz que se escucha desde el Vaticano ha dado un giro radical desde que Jorge Bergoglio fue elegido pontífice. La Iglesia no ha cambiado tanto. Casi diríamos que no puede hacerlo. Avanza a paso lento, exasperante. Este papa está a favor de dar la comunión a los divorciados, siempre estudiando caso por caso. Y ha cambiado el desdén y odio hacia los homosexuales por el respeto. Sin ir mucho más allá. Pero ya es un avance. Sobre todo, simbólico. Porque los hechos, por ejemplo, dicen algo distinto. El Vaticano no ha dado el permiso al embajador francés ante la Santa Sede, porque es homosexual. Pero, haciendo balance de sus tres años en el papado, sin duda Francisco ha imprimido un aire nuevo a la jerarquía de la Iglesia católica. Uno de sus principales preocupaciones ha sido el drama de la inmigración, frente a la insolidaridad de los líderes de la Unión Europea. 

El primer viaje oficial de Francisco como papa fue a la isla italiana de Lampedusa, escenario de la desesperanza de miles de personas que llegan a Europa huyendo de la miseria en busca. Allí pronunció un discurso de altura, desacostumbrado en estos días. No resulta nada habitual escuchar a un líder mundial hablar abiertamente de "la globalización de la indiferencia", de aquellos gobernantes que "con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas". Del feroz capitalismo sin control que conduce a enormes desigualdades. De los obispos que viven en palacios lujosos alejados del sufrimiento de la gente normal. Del egoísmo y el consumismo de esta sociedad. Palabras esperables de un papa, pero pocas veces escuchadas antes. No desde luego con tanta contundencia. 

El discurso del papa es de lo que incomodan, de los que invitan a la reflexión. La semana pasada viajó a Lesbos, en Grecia, donde han llegado decenas de miles de refugiados, la mayoría de ellos, personas que escapan de la guerra en Siria. Y allí volvió a dar ejemplo. Que en un momento en el que los líderes de la Unión Europea acuerdan con Turquía subcontratar la atención a las personas que piden asilo político, renunciando así a aplicar el Derecho internacional, el papa llegue a Lesbos para denunciar la indiferencia de las autoridades, es algo muy notable. Por supuesto que su viaje a Grecia es simbólico. Pero es muy necesario. Y muy gratificante. Porque la actitud de los gobernantes europeos está siendo escandalosa, bochornosa. Y es necesaria una voz, en este caso la del papa, que recuerde que Europa es, o debería ser, o siempre fue, "la patria de los Derechos Humanos". Con sus palabras, Francisco sitúa a Europa ante el espejo. 

El papa Francisco viajó a Lesbos, visitó a los refugiados, comprobó las condiciones en las que malviven los seres humanos que escapan de la guerra. Y dijo que aquello que vio le superaba, que le dan ganas de llorar. Pero dijo más cosas. Hizo un "vehemente llamamiento a la responsabilidad y la solidaridad" de la comunidad internacional ante "la catástrofe humanitaria más grande desde la II Guerra Mundial". Alabó al pueblo griego, que pese a su sufrimiento por la devastadora crisis económica que sufre el país, ha atendido a estas personas que llegan a sus tierras desesperadas. Y habló en términos humanos, el tipo de discurso que se echa tanto en falta en los dirigentes europeos, los que presentan con pasmosa frialdad su escandaloso acuerdo con Turquía. "No debemos olvidar que los emigrantes, antes que números son personas, son rostros, nombres, historias. Por desgracia, algunos, entre ellos muchos niños, no han conseguido ni siquiera llegar: han perdido la vida en el mar, víctimas de un viaje inhumano y sometidos a las vejaciones de verdugos infames", declaró.

La simple presencia del papa en Lesbos contrasta con la falta de humanidad de los gobernantes europeos. Y su decisión de acoger en el Vaticano a 12 refugiados, 6 de ellos niños, da un ejemplo. A su medida, sí. Simbólico, desde luego. Pero muy potente. El papa llamó a conventos e iglesias a acoger a refugiados. Y él sigue ese consejo con esta decisión. Y, además, acoge a personas de credo musulmán, lo que probablemente cabreará a no pocos mojigatos y ultraconservadores. Se acerca el papa al discurso social y humanitario que jamás debió perder la Iglesia, pero del que tanto se alejan los obispos y sacerdotes que sientan cátedra desde sus púlpitos sobre principios morales, diciendo lo que está bien y mal, más preocupados por la ortodoxia en el comportamiento que por los dramas humanitarios. 

El papa no se ha alejado tanto en cuestiones doctrinales del mensaje tradicional de la Iglesia. Pero sí ha puesto el acento en problemas más acuciantes. Ya se sabe que la Iglesia está en contra del aborto o de que se llame matrimonio a la unión entre homosexuales. Y el papa comulga con esas ideas. Pero no centra sus intervenciones en ello. Ni lo considera lo más importante. Y es de agradecer. Porque cambia el soniquete cabreado de tantos miembros de la jerarquía católica, regañando a todo el mundo por no cumplir los preceptos éticos y de conducta que consideran imprescindibles, por un mensaje social. Clama a los gobernantes y los ciudadanos a acoger a los refugiados. Prefiere la caridad cristina a la ortodoxia doctrinal. 

Estamos en un mundo en el que anteponer el bienestar de las personas a los intereses económicos o hablar de seres humanos en lugar de un conflicto migratorio parece populista. Es tal la degradación ética de esta sociedad que todo aquel que pide acoger a los seres humanos que escapan de la guerra es tildado de buenista. De pobre infeliz que cree vivir en un mundo de piruletas y nubes de algodón. Se ridiculiza a todo aquel que, antes de analizar cifras, se fija en los rostros humanos. Como si pedir una trato humano y solidario a los refugiados sirios fuera imposible, impropio de alguien realista. Por eso tantas personas tildan al papa de populista o demagogo. Porque está tan extendido el pensamiento único de lo económico por encima de todo que se ridiculiza la mirada humanitaria a quienes tanto sufren. De ahí la oportunidad del mensaje del papa. Por contraposición a la frialdad repugnante e inhumana de los gobernantes europeos. En la comparación reside la grandeza de la posición del papa ante el drama de los refugiados y la insolidaridad de quienes firman acuerdos vergonzosos con Turquía para alejar de ellos a las personas desesperadas. Con Francisco entran ganas de devolverle la mayúscula a la palabra Papa. 

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