Conciliación

Hace unos días, el presidente del gobierno en funciones propuso promover un pacto nacional para establecer, con carácter general, las seis de la tarde como la hora de final de las jornadas laborales. A estas declaraciones, con un marcado toque electoralista, le han seguido una serie de reacciones bastante irritantes. Escuchar a Rajoy hablar de derechos sociales es un poco como que Messi diera clases de cómo cumplir con Hacienda, que Montoro sentara cátedra sobre controlar el déficit, que Pablo Iglesias fuera ponente de un curso sobre humildad o que Lars von Trier promocionara objetos de Mr Wonderful. Queda raro. No lo negaremos. Después de una legislatura tan insensible con los derechos sociales, en la que se ha abaratado el despido, se han recortado presupuestos en Sanidad y Educación, se ha cerrado el grifo de la ley de Dependencia, se ha pretendido aprobar una ley del aborto regresiva y un largo etcétera, chirría que venga Rajoy, más ya como candidato a las elecciones del 26 de junio que como presidente, a prometer reformas enfocadas a mejorar la conciliación de la vida familiar y laboral. 

Podríamos decir que, si tan importante le parecía este aspecto a Rajoy, ha tenido cuatro años para intentar implantar los cambios que estimara oportuno. Tenía una mayoría absoluta para hacer y deshacer casi a su antojo. Y así lo hizo con muchas otras reformas (eufemismo de recortes). Sobre la conciliación sin embargo, nada hizo. Nadie discutirá que llama la atención esta repentina inquietud de Rajoy por las maratonianas e ineficientes jornadas laborales en España. Pero más vale tarde que nunca. El tiempo dirá si sus propuestas, que incluyen también devolver a España al huso horario al que en realidad debería pertenecer (estamos descuadrados porque Franco decidió en su día que tuviéramos el mismo huso horario que Alemania), son sinceras o no. Pero, en el circo cansino en que se ha convertido la política española, uno, voluntarioso, observa un probable punto de encuentro en la racionalización de los horarios. 

Rajoy dedicó más de media intervención en la que propuso imponer las seis de la tarde como hora final de la jornada laboral a criticar el acuerdo de legislatura entre PSOE y Ciudadanos. Pero, paradójicamente, en ese documento también se incluyen medidas en pos de la conciliación. Ahora que andamos sumando y restando escaños a todas horas, los diputados del PP, el PSOE y Ciudadanos superan holgadamente la mayoría absoluta. Y no creo que Podemos estuviera en contra de un gran pacto de Estado sobre la racionalización de las jornadas laborales en España. ¿Por qué no se intenta? A ver si, en medio de tantas peleas de gallos y sainetes, se está presentando la opción de equiparar a España con el resto de Europa y la estamos dejando escapar. Porque, además, pocas cosas se nos dan mejor a los españoles que dejar escapar oportunidades. 

Las jornadas laborales en España son del todo ineficientes. Está suficientemente estudiado el porqué de la anomalía de las jornadas partidas, en absoluto tan frecuentes en el resto de Europa como en España. Y basta ya del argumento bobo aquel de España es diferente. Somos así. Y esas chorradas. No. Lo cierto es que tenemos estas jornadas laborales eternas por dos razones fundamentales: porque nuestro huso horario no es el que nos corresponde por nuestra situación geográfica y porque, también en la época del franquismo, el pluriempleo era muy habitual, ya que con el sueldo de un empleo no bastaba para llegar a fin de mes. Era entonces frecuente que se tuviera un trabajo por la mañana y otro por la tarde. De ahí esta herencia de comenzar una jornada a las nueve o diez de la mañana y después parar ¡dos horas! a comer, para volver por la tarde. 

La cultura del presentismo también está muy asentada. Se trata, o tal parece, de calentar la silla. No de sacar adelante proyectos. No de ser eficientes. No. Echar horas y horas. Aunque sea leyendo el Marca o viendo un partido. Da igual. Hay que estar por estar. Sobrecargar las jornadas. Llegar a casa a tiempo de dar un beso a los niños antes de que se vayan a la cama. Sin ver crecer a los hijos. Sin la menor vida privada más allá del trabajo. Sin opción entre semana para hacer cualquier cosa distinta a estar horas en la oficina. Lo razonable sería, y así sucede en la inmensa mayoría de los países de nuestro entorno, que quien está más horas de las debidas en su puesto de trabajo fuera visto como alguien ineficiente, porque necesita más tiempo de su jornada para sacar adelante sus cometidos

Es algo cultural. Y todo lo que está tan enraizado en la sociedad es muy difícil de remover. Pero los políticos sí pueden hacer mucho. De momento, no convocar ruedas de prensa más allá de las seis de la tarde. Carece de coherencia que quienes promueven la conciliación de la vida laboral y personal convoquen a los periodistas a deshoras. El prime time televisivo es también una medida que sería relativamente sencilla de promover. No parece razonable que las series de televisión o los programas de éxito en el horario de máxima audiencia comiencen a las diez y media de la noche, cuando al día siguiente se ha de madrugar para ir a trabajar. El presidente de la CEOE, Juan Rosell, dijo esta semana que se podría cambiar la jornada laboral para establecer las seis como hora de final, con carácter general. Cree que sería "bastante fácil", incluir esos cambios en los convenios. Es cuestión de voluntad. 

No es sólo que, en el fondo, el horario actual tan extendido de la jornada partida sea totalmente improductivo. Es que además impide conciliar la vida profesional, muy importante sin duda, con la personal. A las madres y a los padres. Pero no sólo. Y esto sonará muy hippy o muy poco serio, no sé, pero alguien rinde más cuando sabe que, además del trabajo, tendrá vida más allá de la oficina o la fábrica. Es más sano. Más razonable. Es un planteamiento económico, pues sin duda una jornada intensiva es más eficiente, pero además filosófico, social o humano. Como se quiera llamar. Pobre de quien no tiene más vida que el trabajo. Me encantó una frase de un ciudadano danés en un programa que recientemente Salvados dedicó, precisamente, a esta cuestión de las jornadas maratonianas en España, tan diferentes a las del resto de Europa. "De lo que nunca te vas a arrepentir en tu lecho de muerte es de no haber trabajado lo suficiente". No sé bien a qué hemos venido al mundo, pero deduzco que no a estar diez horas trabajando, añado. 

Entre las reacciones irritantes al debate sobre la racionalización del horario están las posturas de quienes creen que es imposible cambiar las jornadas actuales en España. Como si fuéramos marcianos, de otro planeta. Como si tuviéramos algo que nos hiciera diferentes de daneses, belgas o alemanes. Y también ofende especialmente la interpretación ignorante de no pocos medios de comunicación internacionales que, medio en broma medio en serio, han dicho que España quiere acabar con la siesta. Porque parece que existe fuera el tópico de que las jornadas partidas existen en España porque todos nos vamos a casa a echarnos la siesta de dos a cuatro. Titulaba un medio español que la prensa internacional se había tomado con humor e ironía la propuesta de Rajoy. Pero es más ignorancia y desconocimiento. Porque en este país se está más tiempo que casi ningún otro en el trabajo, pero no se es más productivo. 

Al final, con esa actitud tan frecuente de sostener que somos diferentes (generalmente, peores) no hacemos más que fomentar esos tópicos y prejuicios sobre nuestro país. Pero estamos en el siglo XXI. En Europa. Y las anomalías que nos hacen un país de la periferia deberían ir desapareciendo. Las jornadas interminables son una de ellas. En nuestras manos está promover el debate social que lleve a políticos y empresarios a adoptar estos cambios. Que nadie se apure. No se hundirá el país. En otros sitios, no tercermundistas precisamente, la gente no está en las oficinas más allá de las siete de la tarde. Y allí la gente vive. Y hasta se diría que tan bien como nosotros. O mejor, incluso. Probemos a entrar en Europa de verdad. 

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