Literatura y política

Planteaba ayer El Cultural un sugerente debate. ¿Qué relación tienen hoy los escritores con la política? ¿Hay más narradores activistas, comprometidos? ¿Qué diferencia hay entre el compromiso y el activismo? ¿Quién necesita más a quién, los políticos a los escritores o al revés? La revista plantea estos interrogantes a escritores, editores y críticos literarios. Y el resultado es gozoso, reflexivo y muy interesante. Con respuestas variadas, valientes, inteligentes y dispares. No es una cuestión menor, sobre todo en un contexto como el actual, en el que se aprecia un creciente interés ciudadano por la política y una mayor petición de respuestas alternativas a la crisis que todo lo ha derrumbado. Acierta la publicación a plantear este debate recurrente, enmarcado en uno más amplio sobre la vinculación del arte con la política, siempre escurridiza, pero evidente, intensa. Para muchos, necesaria e irremediable. 

En los últimos años, coinciden casi todos los consultados, se observa una mayor creación de obras con componente político. La crisis y sus devastadoras consecuencias han fomentado la publicación de numerosos ensayos, pero también ha devuelto la atención de la novela, del territorio de la ficción, a lo que nos rodea. Autores comprometidos con la realidad que levantan acta de las desigualdades sociales y las injusticias de este tiempo. Siempre existieron escritores así, aunque, como bien señala el escritor Manuel Vilas "habría que haber escrito sobre la crisis en 2008". Plantea así una interesante cuestión. ¿Ha llegado tarde la literatura para reflejar la crisis? Cierto es que Rafael Chirbes publicó Crematorio, quizá el más preciso y descarnado retrato de los años del boom inmobiliario y todos sus excesos, en 2007. 

Concebir la literatura como una galaxia paralela a la realidad es acotar mucho sus capacidades. Las novelas no tienen por qué tener un compromiso social, una visión del mundo que rodea al autor, pero sin duda, en mayor o menor grado, algo de ese componente siempre asoma. Y, de hecho, en el fondo toda obra es política. Porque transmite una cierta forma de ver la vida. En ese sentido, cuesta separar la política de la literatura. De la buena literatura. La que profundiza en conflictos que afectan al lector. La que llama a la reflexión. La literatura valiente que recorre caminos no trillados. La que se arriesga. La que zarandea al lector. La que le interpela y le hace pensar. Las creaciones artísticas tienen sus propios códigos, por supuesto. Un autor puede dar voz en su obra a ideas alejadas de las suyas. Como un juego. Como una provocación. O como un ejercicio de libertad. Pero toda obra encierra una visión del mundo. Salvo esos libros, que existen, claro, cada vez más, que no molestan ni incomodan a nadie, que no se compromete con nada, que pasan de puntillas y son meros entretenimientos. Una opción tan válida como cualquier otra, aunque menos atrevida. 

Uno de los aspectos más relevantes del debate planteado por El Cultural es la diferencia entre un escritor comprometido y uno directamente activista. El primer término tiene mejor prensa que el segundo. Porque a este se le asocia cierto dogmatismo. El compromiso lleva al autor a posicionarse abiertamente sobre aquellas causas sociales que considera justas. El activismo va un poco más allá y puede llegar a estrechar los márgenes de sus creaciones. O existe ese riesgo. Lo define bien Rosa Montero, quien afirma: "detesto la narrativa feminista, animalista, ecologista o cualquier otro -ista, aunque como ciudadana luche por todas esas causas". Y acierta a plantear el debate en los términos justos. El ciudadano y el escritor. El compromiso cívico y la libertad creativa. No caer en la tentación de convertir en panfletos los relatos o las novelas. 

Pero es muy porosa la línea entre el compromiso y la militancia, de tal forma que lo primero puede parecer una versión descafeinada de lo segundo. Y depende mucho de lo que se entienda por militancia. Si ser militante es aceptar dogmas y órdenes de otros, pongamos de la dirección de un partido o de quienes reparten carnés de feministas, ecologistas o de defensores de cualquier otra causa, sí repele bastante e interesa más bien poco un escritor militante. Porque de la literatura se esperan visiones amplias del mundo, no estrechas. Y supeditar la obra a unas determinadas directrices resulta empobrecedor. Porque puede caer en la caricatura, en los personajes planos, en la simple exposición de una trama que sirva para reafirmar las ideas preestablecidas, contando con la complicidad del lector. Es una opción válida, pero resulta previsible y vacua. Libros escritos para contentar a un público ya entregado, ya convencido de antemano, porque sabe exactamente lo que va a encontrar en ellos. 

"A mí personalmente me cuesta admirar a un escritor al que hayan leído o dejado de leer sólo por sus ideas políticas", afirma Andrés Trapiello. Una obra será valiosa más allá de las ideas de su autor. Porque la calidad narrativa está en otro plano. Y porque no es lo mismo comulgar con unas posiciones determinadas que disfrutar de la calidad del texto donde éstas se defienden. Es decir, uno puede ser de izquierdas y disfrutar más de la prosa de un autor abiertamente de derechas que de una mera sucesión de tópicos, clichés y prejuicios de un escritor al que guía sólo su activismo. En ninguna dirección resulta valiosa una obra que tiene como único fin transmitir unas determinadas ideas políticas. No en la de la propaganda de las posiciones políticas que uno no comparte claro, pero tampoco en la de leer a quien piensa exactamente igual que tú, y que no hará más que darte la razón, que no plantearte ninguna reflexión. Porque la literatura no va de proselitismo.

El debate es más complejo. Los autores, críticos y editores que aparecen en el reportaje también son cuestionados por si el compromiso político pesa. Y aquí desarma la coherencia y honestidad arrebatadora de Alberto Olmos, quien alerta primero de la contradicción del sistema actual cuando afirma que "nadie tiene en cuenta a un escritos de izquierdas si no publica en un bastión editorial del capitalismo" y después, preguntado sobre si significarse políticamente penaliza a algún escritor, responde que sólo puede pensar en Juan Manuel de Prada. Y mete el dedo en la llaga, porque, en efecto, mayoritariamente los escritores se identifican con la izquierda. Tampoco faltan en el reportaje otras voces críticas como las de Ignacio Echevarría, crítico y editor, quien considera que "no tendrás columna remunerada si te desvías hacia la izquierda más de la cuenta". 

Dicho esto, ¿tienen obligación los escritores de significarse políticamente? Naturalmente, no. Tienen la libertad. Igual que cualquier otro ciudadano, pero con más repercusión. Y esto lleva a otra cuestión tangencialmente abordada en el fabuloso reportaje de El Cultural. ¿Existen hoy intelectuales, entendidos como esa figura clásica que sirve de referente moral de la sociedad, pensadores libres e independientes de verdad? No está claro. Primero, porque vivimos en una sociedad que atiende más al griterío de los platós de la televisión y a famosillos de baja estofa que a filósofos o escritores. "Como la repercusión de casi cualquier escritor es anecdótica, también son anecdóticas las posibles consecuencias. Nos protege nuestra irrelevancia", afirma la escritora Axia de la Cruz

Es tristemente cierta su afirmación. Nos sobran dedos de las manos para contar a escritores cuyas opiniones sean atendidas de verdad, generen debate, sean importantes para la sociedad. Los más incómodos, los indomables, los que no pasan por el aro, en línea con lo que expone Olmos, no son escuchados. Sus libros no aparecen en las estanterías de El Corte Inglés.  Eso sí, tampoco podemos negar que muchos autores han hecho dejación de sus funciones, entre comillas, pues arriba decíamos que no tenían la menor obligación de comprometerse políticamente. Pero estar comprometido con unas ideas y con una sociedad justa quizá no es sólo incluir a personajes desfavorecidos en tus obras, sino también tener la valentía de alzar la voz. De verdad. Y faltaron voces críticas en los años del desfase inmobiliario. Ahora vemos que nadábamos en una ciénaga de fango de corrupción. Y ni la intelectualidad ni, por supuesto, los medios de comunicación, estuvieron del todo a la altura. Lo denuncia bien Antonio Muñoz Molina en su necesario y brillante ensayo Todo lo que era sólido

La posición más respetable de un escritor comprometido, o activista, es quizá la del crítico con todo, la del escéptico por naturaleza, la del vigilante del poder. La cercanía con el poder, económico, político, empresarial, quema, desgasta, reduce la credibilidad. No faltan ejemplos de escritores, cantantes o actores muy críticos en apariencia, pero poco independientes. Demasiado vinculados a este o aquel partido. Casi, instituciones. Descontentos orgánicos. Que pellizcan pero no duelen de verdad. Como si el mero hecho de compartir las posiciones políticas estuviera reñido con extender la actitud crítica a los propios y no sólo a los extraños. Faltan figuras independientes de verdad. Con sus ideas y principios claros, pero sin aparente obediencia a esta o aquella formación, a una u otra asociación. Libres. Totalmente libres. Porque no pocas veces se reproducen vicios que se critican en la acera de enfrente. Interesa a la sociedad, sobre todo, el intelectual libérrimo, sin autocensura, decidido a exponer lo que piensa incluso si no es políticamente correcto, o sobre todo si no lo es. 

Aporta más, porque es menos frecuente, el kamikaze convencido con sus ideas que no busca caer simpático ni molestar a nadie que el que siempre dice lo que contentará. El que se tira a la piscina aunque no haya agua que el que antes mete el pie para comprobar la profundidad. El que sólo se moja en aquellos temas donde perciba a la opinión pública a favor, de antemano. El que no se atreve a ir más allá. El intelectual de salón. El que se compromete lo justo y siempre que ese compromiso no le suponga sacrificios. El valiente. El osado. Ese es el tipo de escritor, actor, director o artista que interesa a la sociedad. Siempre que eso, claro, vaya acompañado de la calidad de sus creaciones. Y que estas no se supediten a unos propósitos políticos concretos. Porque el lirismo los panfletos, a estas alturas, aportan poco. Tan poco como la obra plana de quien pasa por el mundo de puntillas sin ánimo de molestar ni perturbar a nadie. 

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