Farándula

"Yo no escribo para que nadie se reconozca en su parte inteligente, sino en su más abyecta y entrañable vulgaridad". Un personaje de Farándula, la última novela de Marta Sanz, incluye esta confesión en un momento del libro. Y es una reflexión directa que casa bien con el tono de la propia novela, reconocida con el Premio Herralde. Marta Sanz no escribe para dar la razón al lector ni para hacerle sentir cómodo. No le pone las cosas fáciles. Ni presenta personajes planos o conflictos simples. No intentar agradar, sino más bien dejar huella. Generar reflexión. El libro no pasa de puntillas, pisa fuerte. No es una brisa ligera, sino un vendaval. Importan más los conflictos expuestos, la vulnerabilidad de los personajes, que la trama en sí. No es una novela meramente discursiva donde nada ocurra, pero tampoco es de esos libros en los que lo más trascendente es lo que pasa. Es más relevante cómo se narran los dilemas de los personajes y, sobre todo, el modo en el que el libro retrata a la sociedad actual. La sienta en el diván. La visión ácida, crítica y nada complaciente de la autora. 

Los libros que de verdad valen la pena, los insustituibles e inolvidables, son aquellos de los que el lector no sale indemne. Uno no cierra la última página de Farándula con el mismo ánimo con el que empezó a leer la primera. Y no es sólo el placer por haber disfrutado de una novela inteligente con la que se ha disfrutado ni el gozo por haber leído una obra interesante y bien escrita. Va más allá de la sonrisa melancólica propia de quien abandona una obra que le ha cautivado. Es una novela con enorme  y desacostumbrada profundidad, de las que calan. Compuesta por varios personajes que resultan reconocibles. Ana Urrutia, la dama del teatro anciana que vive sola; Natalia de Miguel, la joven artista que despunta y aparece en realitys shows; Daniel Valls, el actor de relumbrón y proyección internacional que mantiene su compromiso político de izquierdas; Valeria Falcón, actriz famosa de una saga de intérpretes. 

No es una obra cómoda. Está ambientada en el mundo del teatro y el cine. Asistimos a ensayos de una representación teatral de Eva al desnudo. También se recrea una gala de los Goya, con la clásica polémica. Ya saben, esa idea tan extendida de que los actores y gente de la farándula no debe opinar sobre política. Fundamentalmente, claro, porque casi siempre sus ideas políticas son contrarias a las de quienes censuran su libertad de expresión. La novela es cualquier cosa menos una historia frívola. Los conflictos de los personajes son profundos, de los que generan una reflexión en el lector. Quizá el más atormentado y rico en matices es Daniel Valls. Actor famoso, adorado fuera de España y detestado dentro porque pese a vivir a todo tren en París y ser millonario firma manifiestos contra los recortes y defiende los servicios públicos, aunque no recurra a ellos

¿Es incompatible ser rico y de izquierdas? ¿Cómo se gestiona la contradicción de formar parte de un sistema que se critica? ¿Pierde alguien a quien le va bien en la vida el derecho a protestar por las crecientes desigualdades, teniendo en cuenta que él está en la parte de arriba de esa escala social injusta? ¿Hay derecho a que una turba en Internet censure cada declaración de un actor que, además de famoso y rico mantiene sus principios de izquierdas? ¿Puede mantenerlos sin entrar en contradicción, sin sentir que vive una farsa, que es un cínico? Daniel Valls es un personaje que sufre. Tiene éxito en su trabajo, pero cuando se manifiesta públicamente, siempre encuentra problemas. Él sigue opinando, aunque su mujer, la "bróker filántropa", y su representante le piden que no sea así. Que, en todo caso, acuda a actos de beneficiencia, de caridad, actitud mucho más amable y políticamente correcta que la significación política. 

El dilema de Valls, a quien supongo que muchos lectores pondrán la misma que quien esto escribe (actor de enorme talento reconocido en el exterior, pero con una masa amplia de detractores en España por su compromiso político), es uno de los grandes aciertos de la novela. Valls sufre porque "estaba convencido de que triunfar en este mundo que a él le parecía una mierda es una forma de equivocarse". Una disyuntiva perfectamente comprensible por todo aquel que, cada uno en su grado, sea crítico con este sistema, pero a la vez forme parte de él. Lamente las injusticias de este mundo, pero se entrega al consumismo. Hay quien lleva esta contradicción con ligereza, sin darle demasiadas vueltas. La mayoría de la gente, diríamos. Y luego hay personas como Valls que no pueden conjugar tan bien sus principios con su modo de vida. 

Hay más conflictos a lo largo de Farándula. Ese choque entre la beneficiencia y el compromiso político. Entre ayudar a alguien por caridad y desvincularse de las razones que explican esas diferencias sociales. El trecho que va de dar una limosna, que es un modo de ayudar y, a la vez, de no hacer nada porque cambie el sistema que provoca que haya ricos y pobres, o el áspero, políticamente incorrecto y nada bien visto discurso político aguerrido, batallador, duro, que es por el que adopta Valls, a pesar de su privilegiada posición social. También se habla del público. Del teatro que es mero entretenimiento y del que va más allá. Del que divierte y del que hace pensar. Del público que acude a una función sólo para ver a la actriz o al actor del momento y del que quiere plantearse sus certezaz, removerse en el asiento, asistir a una representación de lo feo del mundo. 

Hay un pasaje memorable en la novela, que justifica por sí sólo acercarse a esta obra que tantos otros logros tiene. Es aquel en el que Lorenzo Lucas, un actor cínico y desencantado, visita a Mariana, actriz comprometida que vive en un hogar humilde y cree en el teatro y en la gente. Y es aquí, en el escurridizo término de la gente, donde llega la mirada escéptica de Lucas. ¿Qué es la gente? ¿Cómo se puede defender, así en general, a la gente? Comienza entonces una enumeración de más de tres páginas para reflexionar todo lo que incluye el término gente. Y razona el actor cínico y sarcástico que dentro de esa definición, gente, hay "...abstencionistas, explotados de derechas y explotados que saben que lo son, autoexplotados que se dejan los hígados en cada trabajito, titiriteras, gente, astrólogos, astrónomos, embaucadores, monjitas que llevan a votar en sillas de ruedas a los ancianos del asilo, mujeres que firman un contrato muy temporal y mujeres que ponen un tenderete en la calle y venden su ropa interior para poder alimentar a su familia, ladrones simpáticos, asaltacunas, familas adoptivas, meapilas intolerantes, fascistas, gente que gesticula con las manos, drogadictos, gente que hace regalos y gente que los recibe..". Gente, en fin. Esta obra es todo lo contrario de un libro comercial destinado a gustar a la gente, así en general, sin hacerla pensar, sin cambiarla. Es literatura de calidad. Es un libro muy recomendable que encierra una propia contradicción (Premio Herralde). Una voz narrativa nada usual que aporta mucho al lector. 

Comentarios