Bailar en la oscuridad

Cuando uno termina de ver una película sabe las sensaciones que le ha despertado. Las emociones que transmite. Lisa y llanamente, si le ha gustado y por qué. Qué es lo que le ha aportado. Qué le agrada o disgusta. Si la música, las interpretaciones, los planos, los diálogos. Después, como dice Woody Allen, se va construyendo una opinión formado en busca de puntos de apoyo sobre una base sencilla: me ha gustado o no. Hacía mucho tiempo que tras terminas de ver un filme no tenía tal sensación de confusión. De no saber bien si lo que se acaba de presenciar es una genialidad fastuosa o una cinta pretenciosa que no me ha cautivado. Si una película memorable, impactante, tremenda, o la caprichosa creación de un artista con cuya pretendida obra maestra a uno le cuesta conectar. Una sensación similar, en fin, a la que se experimenta cuando se asiste a Arco, por ejemplo. Ante ciertas obras uno se conmueve, queda fascinado, intrigado, atraído de un modo magnético. Aunque no entienda nada. Porque el arte no se tiene que entender, sólo se debe sentir. Pero con otras obras que consiguen todos esos efectos con otros asistentes a la exposición no sucede. Uno se queda frío. Indiferente. Incapaz de sentir aquello que otros sí viven con mucha intensidad. Y cuesta explicarlo. Pero más aún cuesta compartir los elogios desmesurados, a ojos de uno, con los que se ensalza aquella obra. 

En ese estado de confusión sigo horas después de ver Dancer in the dark, cinta dirigida por Lars Von Trier que fue estrenada en el año 2000, protagonizada por la cantante Björk. Quizá el mero hecho de generar esas dudas, ese impacto, es ya un valor de la cinta. Pero, me cuesta entrar en su trama. En casi ningún momento del filme me involucro en la dramática historia de Selma, una joven madre que se va a quedar ciega por una enfermedad hereditaria que afectará a su hijo, razón por la cual echa horas extra en la fábrica, a pesar de que se pone en riesgo porque apenas ve, y ahorra todo lo que gana. La misión en su vida, en esta cinta con tonos de tragedia griega, es pagar la operación que salve a su hijo del mismo desenlace que le espera a ella. 

Visualmente la historia es impactante. Rodada con estilo documental. Áspero. Difícil de ver. Y no es menos sugerente la propuesta de filmar un musical dramático, deprimente, gris, muy triste, aunque con leves toques de esperanza. La protagonista adora los musicales. Sólo necesita escuchar los ruidos cotidianos para fabular en su mente coreografías. Hasta en las situaciones más espantosas. Las más inverosímiles para el espectador. Toda ocasión es buena para escapar a la fea realidad con la música y el baile, aunque sea mentalmente, aunque todo fuera se derrumbe. La música aquí no es un añadido al filme, sino que forma parte de su narrativa. Es un eje central. 

Y, sí, me atrae la original forma en la que está rodada la cinta. Y también esa vía de escape que Selma, la protagonista, adopta para evadirse de su gris y triste existencia. Incluso aprecio su afán por ironizar sobre el género del musical, al modo de Cervantes con las novelas de caballerías. Pero durante las dos horas que dura el filme no me veo implicado emocionalmente en la historia narrada, sino asistiendo a un artefacto. Original, atrevido, rompedor, sugerente. Sí. Pero sólo un artefacto. No veo una historia dolorosa ni unos personajes de carne y hueso. Asisto sólo al experimento de un creador osado. En el teatro, el espectador no conecta con la obra (al menos no yo) si ve a un actor dando vida a este o aquel personaje, sino sólo si ve al personaje en sí mismo. Si el intérprete se convierte en el personaje. De lo contrario, uno está valorando más lo bien que actúa esta o aquella estrella, pero no la historia. Debe ser más grande la historia, más importante, siempre, que sus protagonistas o creadores para que esta te conmueva de verdad. 

En cine ocurre lo mismo. Para que esta cinta, y cualquiera, se considere brillante, pienso, al menos para que me remueva y me permita entrar en la historia, debe ser verosímil. Debo sentir que, en efecto, presencio una historia desgarradora de una madre coraje capaz de todo para salvar a su hijo de la ceguera en la que ella está cayendo. Pero lo que veo es a una cantante excéntrica en modo artista multidisciplinar jugando a las órdenes de un director peculiar, extravagante, diferente. Y analizo el experimento visual. Y lo valoro. Y me impacta. Pero no me llega. Llegados hasta aquí, como con ciertas obras de Arco, no tengo la menor intención de ser yo el acertado y los deslumbrados por esas creaciones, los equivocados. Probablemente no sea capaz de apreciar tal explosión de talento y genialidad. Doy fe, de hecho, de las lágrimas de quienes me acompañaban viendo esta película. Yo sólo en contadas ocasiones me involucro en la cinta escapando al artificio, algo a lo que no ayudan los números musicales. El final, no se puede negar, es impactante. Un golpe seco al estómago del espectador. El arte es transgresión, impacto y originalidad. No negaré que esta cinta tiene mucho de eso, aunque no la pueda considerar (creo, seguiré pensándolo) la obra maestra que  es para la crítica y muchos otros amantes del cine. 

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