Arte comprometido

En este mundo que tanto y de un modo tan inhumano remarca las fronteras, las diferencias, las desconfianzas y el egoísmo, el arte se antoja como un buen antídoto. La cultura no entiende de fronteras, ni de racismos y odios. No hay apátridas en la república de las letras. No hay papeles ni documentos oficiales en el arte. No hay cinismo ni desprecios. El arte no sirve sólo para entretener o reflejar la belleza. También, cuando es de utilidad, cuando está comprometido, cuando no vive en una burbuja aislada de lo que acontece alrededor, para denunciar lo feo. Para exponerlo en su crudeza. Para ejercer una crítica de la sociedad. Para ponerla ante el espejo de sus injusticias. "Nada humano me es ajeno", escribió Terencio hace siglos. 

En los últimos días varios artistas han alzado la voz, recurriendo a su talento, para expresar su indignación por la bajeza moral de los gobiernos europeos con los refugiados. Ante unas autoridades que cierran los ojos, ellos exponen las injusticias que aquellos permiten. Como han hecho los gratiferos  Justus Becker y Oguz Sen en Frankfurt.  En la orilla del río Main, frente al imponente y carísimo nuevo edificio del Banco Central Europeo (BCE), estos dos artistas han recreado el símbolo de la ignominia que sucede a diario ante nuestras narices, la imagen de niño Aylan ahogado de indiferencia, de injusticia y de desprecio. El niño muerto frente a las costas de Turquía. La fotografía que dio la vuelta al mundo. La que, ilusos todos, pensamos que cambiaría la actitud de las autoridades y removería conciencias en los despachos de moqueta y amplias cristaleras. La que, intuíamos equivocados, eliminaría de la sociedad la tentación del racismo, la ignorante e impúdica exhibición de la xenofobia que tenemos que soportar en Europa. 

Pero no. Esa imagen pasó. Cada día mueren varios Aylan. Pero ya murió su efecto. Volvimos a nuestras ocupaciones. Los despachos abordaron los asuntos realmente importantes, después de lamentar con la boca pequeña lo ocurrido. Los ciudadanos seguimos con nuestra cómoda existencia. Porque no es tampoco cuestión, claro, de no tener la conciencia tranquila o preguntarse qué podemos hacer para frenar tamaña injusticia. Y ahí actúan Becker y Sen. Frente a la sede del dinero, la casa del BCE, la imperiosa reclamación de humanidad. Ante el eslogan gigantesco del euro, que representa la unidad monetaria, la necesaria petición de una unión de valores como la solidaridad. Justo enfrente del lugar donde se habla de miles de millones de euros, la incongruencia de un continente que no es capaz de frenar la sangría de muerte y desolación. 

El artista chino Ai Weiwei también está siendo muy activo en su crítica a la falta de humanidad de las autoridades europeas con los seres humanos que huyen de una guerra y donde buscan refugio sólo encuentran burocracia, cínicos acuerdos para gestionar una crisis humanitaria como si las personas fueran residuos que alejar y mucha indiferencia. Hace unas semanas cubrió con 14.00 chalecos salvavidas los exteriores del Koncerthaus, la majestuosa Sala de Conciertos de Berlín. Eran chalecos encontrados frente a las costas europeas, en los lugares donde llegaban los supervivientes, y también los cadáveres de los que, como Aylan, no tuvieron tanta suerte. 

La muestra coincidió con la edición más comprometida de los últimos años de la Berlinale. El festival de cine de la ciudad alemana invitó a todos sus pases a refugiados. En el palmarés premió con el Oso de Oro a Fuocoamare, un drama sobre la tragedia de estos seres humanos que huyen de la guerra y la miseria hacia Europa, donde esperan encontrar una vida mejor. Cine social, político, incómodo. Películas que no necesitan crear mundos para conmover, pues basta con reflejar la realidad. Gianfranco Rosi, su director, declaró al recoger el premio que el drama de los refugiados es "la mayor catástrofe  desde el Holocausto". Una diferencia esencial con aquel horror es que ahora todo el mundo sabe lo ocurre. Nadie puede decir que no esté al tanto de las muertes diarias, aunque sólo los héroes de ONG y los ciudadanos de localidades como la italiana Lampedusa mantengan la esperanza en el ser humano con su admirable compromiso. 

Ai Weiwei, quien estuvo detenido hace años por su posición crítica con el dictatorial gobierno de su país, responde a aquella máxima de Terencio. Nada humano le es ajeno. Denuncia constantemente las corruptelas en China y la falta de libertades en su país. Pero también posa su mirada en en otros dramas. Porque el activismo contra una injusticia a veces nubla la visión sobre otras igualmente degradantes. El artista chino visitó ayer el campo de refugiados de Idomeni con un piano blanco con el que una refugiada siria interpretó lo aprendido cuando si vida era algo distinto a esquivar bombas, huir de la guerra y, después, donde esperaba la salvación, vivir en un campo de refugiados embarrado y sin las mínimas condiciones dignas que merece todo ser humano. 

No debería este compromiso social de Ai Weiwei confundirse con show, con banalización del drama que denuncia. No puede ser Idomeni un gran plató de televisión. Para lo que han de servir actuaciones como la de ayer es para retratar la situación en la que se encuentran estos seres humanos que escaparon de la guerra desesperados y no han encontrado una atención a la altura de una región, Europa, la vieja y decadente Europa, cuna de libertades y principios de solidaridad. También debe recalcar la idea de que estas personas que llegan a Europa son doctores, médicos, científicos, profesionales de otras disciplinas. Todo tipo de gente corriente, como cualquiera de nosotros, los que asistimos con indiferencia a su drama desde nuestros cómodos sofás, que sufrió una guerra en su país y tuvo que abandonarlo todo. 

La imagen de esa mujer ante el paino, con su pureza, la melodía envolviendo el ambiente intoxicado de ignominia e injusticia del campo de refugiados, es muy poderosa. Y debe remover conciencias. Como la escena de los miembros de la asociación gallega Pallasos en rebeldía, que dibujaron sonrisas en los rostros de unos niños refugiados en Idomeni, ese campo de refugiados entre Grecia y Macedonia donde tantos chavales pierden la inocencia, donde lo último que pueden permitirse es reír a carcajadas. Lo logran estos payasos. Sin necesidad de compartir el idioma con los niños, con el lenguaje universal de la risa, avivando la llama de la ilusión, muy apagada, casi extinguida, en las mentes de estos pequeños supervivientes. 

El año pasado, el artista callejero Bansky, una leyenda viva, uno de los más cotizados en ese mismo mundo mercantilista del arte que desprecia en cada obra (de estas contradicciones hablaremos otro día), ofreció otro buen ejemplo de colosal, aunque efímera, obra de arte comprometida con la sociedad. Un parque de atracciones peculiar. Triste. Melancólico. Reflexivo. Atroz. Brutal. Mordaz. En las afueras de Londres construyó Dismaland, con 18 atracciones destinadas a incomodar al visitante. Una de ellas, por ejemplo, la típica charca de estos recintos lúdicos, con la salvedad de que en lugar barcos que el visitante debe cazar para conseguir puntos hay pateras con personas inmigrantes. El arte que no se limita a la búsqueda de la belleza. El que no pretende agradar. El que innova. El que mira a su alrededor. El comprometido. El arte que sostiene la conciencia crítica. El arte necesario en estos tiempos

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