Fashion victims

El domingo pasado Salvados dedicó su programa a la deslocalización de la industria textil, lo que provoca que buena parte de la ropa barata que compramos en Occidente se produzca en condiciones miserables en países asiáticos. El espacio, titulado con acierto Fashion Victims, fue impactante. Pero no lo ha sido menos la furibunda reacción de no pocos articulistas y medios de comunicación. El equipo de Jordi Évole viajó a Camboya. Y resulta que, sin saberlo nosotros, vivíamos rodeados de expertos sobre este país que en los últimos días nos han ilustrado sobre el asombroso despegue de los camboyanos gracias a las maravillosas multinacionales textiles que, con un afán humanitario, decidieron darles trabajo. 

El programa expone un problema real e invita a la reflexión. En él no quisieron participar las grandes empresas textiles del país, quizá porque sabían que contaban con voceros suficientes para defender sus posturas, como hemos visto después. Si algo queda claro es que la globalización ha provocado una carrera a la baja. Siempre habrá algún país donde la mano de obra sea más barata, donde los empleados estén dispuestos a trabajar en peores condiciones. Es evidente que hay contradicciones en este sistema. No es de fiar quien lo tiene todo claro, y en muchos artículos que pretenden desacreditar el punto de vista expuesto por Salvados el pasado domingo se aprecia una excesiva confianza en el sistema, una nula capacidad autocrítica. No sabemos qué es lo más adecuado para mejorar las condiciones de los empleados de las fábricas de esos países. Una de ellas pide a los europeos que sigamos con nuestro desenfrenado consumismo, pues así tendrán trabajo. Pero parece razonable cuestionarse si este sistema es sostenible y cuáles son sus sombras. Uno no lo tiene claro. Pero, precisamente por eso, asombra la contundencia con la que pretenden convencernos de que todo marcha bien y esos países asiáticos que se han convertido en la fábrica de Occidente han mejorado muchísimo gracias a la deslocalización. 

En la reacción contraria al espacio de Évole se observan distintas posiciones. La primera, quizá la que entronca todas, es la defensa a ultranza del sistema. La globalización ha sido extraordinaria. Ha permitido crecer a países que estaban hundidos en la miseria y, a la vez, nos permite a los ciudadanos de países desarrollados comprar trapitos más baratos. Ya de paso, las empresas disparan sus beneficios. Todo son ventajas. Todo ha sido sensacional y nadie puede osar criticar el sistema. Esta parece ser la idea central de todas las críticas al Salvados del domingo. Que nadie se atreva a cuestionar las desigualdades e injusticias de este sistema. Es esa sensación de indignación porque un programa de un medio comercial se haya salido del redil la que impera en las críticas al espacio de Évole. El capitalismo y la globalización son fastuosos, lo mejor que le ha pasado jamás a la humanidad, y quien ose contradecirlo debe ser desacreditado. Esa parece la idea. 

También hay un componente de autoexculpación. No hacemos nada malo. Está bien que consumamos ropa barata sólo por capricho sin preguntarnos por qué cuesta tan poco esa prenda o dónde y cómo se ha fabricado. No reflexiones. No pienses. No hagas caso a ese programa demagógico que hace propaganda antisistema. Tú haces lo correcto. Cómo resistirse con esos precios. Cómo no seguir llevando este estilo consumista desenfrenado, si todo son ventajas. Nada, nada. Adelante. Entre las reacciones al programa de Salvados una de las más divertidas es la de una revista de moda calmando a sus lectores, no vaya a ser que alguien se replantee su modelo de consumo (que no lo hará), dejando claro lo mucho que ha avanzado Camboya gracias a las bondadosas multinacionales que instalaron allí sus plantas. 

Y esto nos lleva a otro argumento de quienes han salido en tromba contra el espacio de Jordi Évole. Le acusan de xenófobo, nada menos. Resulta que lo racista es preocuparse por las condiciones de quien fabrica a destajo la ropa que vestimos y no beneficiarse de esas pésimas formas de trabajar. Es darle de forma obscena la vuelta a los argumentos. Es esa visión etnocéntrica de quien cree que está bien que los países subdesarrollados sean el patio trasero de los países desarrollados. Según esta idea, hemos salvado a los camboyanos de una vida de miseria. Nada decimos de la contaminación de las fábricas que instalamos allí o de las inhumanas condiciones de trabajo de muchas de esas fábricas. Nada de que África sea el estercolero de Europa ni de las catastróficas consecuencias para el Congo y otros países africanos de la extracción del coltán, mineral necesario para fabricar los smartphones que todos llevamos en el bolsillo. Tras estas críticas se observa el paternalismo del amo al criado. Que no se queje, que le doy de comer. 

No vengamos ahora a pedir buenas condiciones, si cobran más que un profesor camboyano. Es posible. Pero uno diría, llámenme inocente, que deberíamos aspirar a que los países en vías de desarrollo lancen sus propias industrias y no sean las fábricas de Occidente, su patio trasero, quienes les hacen el trabajo sucio y se contaminan para nosotros. En el fondo de las críticas al espacio de Salvados hay un mensaje claro: no hay nada de lo que pensar, no existe el menor punto oscuro en el sistema consumista que alimentamos a diario. Hacemos lo correcto y gracias a esa cola de 5 horas en el Primark y a arrasar con todo los camboyanos comen y viven como quieren. No hay marcha atrás. No hay nada de lo que hablar. 

Se puede defender, por supuesto, a Inditex y el resto de empresas textiles. Se puede hacerlo incluso sin ser un estómago agradecido. Es legítimo. Pero también lo es cuestionarse por qué es tan barata la ropa que compramos, qué consecuencias tiene este sistema desaforado, si en realidad necesitamos toda la ropa (y demás objetos) que consumimos y tiramos rápidamente, qué virtudes, pero también qué defectos tiene la globalización. La autocrítica es necesaria. Todos estos artículos buscan ahogarla. Para poder seguir quemando tarjeta sin remordimientos. Así nos va. 

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