Cinco años de invernal primavera árabe

Hoy se cumplen cinco años del derrocamiento de Ben Ali, presidente de Túnez, por las protestas de los tunecinos y sus pacíficas reclamaciones de democracia, que comenzaron con un trágico suceso unas semanas antes, el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi se quemó en señal de protesta cuando la policía le arrebató las mercancías. Un lustro después, toca examinar este proceso tan ilusionante en su nacimiento, la primavera árabe, y que sin embargo tan decepcionante ha resultado transcurrido el tiempo. La primavera árabe comenzó en invierno, lo que ha terminado siendo un triste preludio de lo que vendría después de esta ejemplar oleada de protestas ciudadanas contra dictadores que oprimían a su pueblo. La mayor oleada de protestas en el mundo árabe deja hoy, cinco años después del primer gran hito, un sabor agridulce. O, directamente, agrio. 

Fue fascinante ver a pueblos que se levantaron contra los regímenes tiránicos que los oprimían en Túnez, Libia, Egipto, Siria, Yemen, Argelia, Baréin o Siria en aquellos meses trepidantes de 2011 en los que existía la sensación de vivir un momento histórico, de asistir a un cambio real en el mundo árabe. Pero todo se torció. Todo se empañó. O casi. Hoy, sólo Libia puede presumir, y sin demasiadas alharacas, pues el equilibrio político en el país es muy precario y su situación económico es frágil, de haber concluido una transición pacífica hacia la democracia como consecuencia de la primavera árabe. Hoy hace un lustro, Ben Ali abandonó el país. Libia está gobernada por el pacto entre el partido secular Nidaa y el islamista moderado Ennahda. Hay insatisfacción entre los ciudadanos, necesidades, crisis económica y el vértigo de quien está en el alambre, pero al menos allí sí se han creado instituciones, leyes y gobiernos democráticos que recogen la voluntad del pueblo que dio el pistoletazo de salida a las protestas de la primavera árabe. 

Si Libia es el único caso en el que se puede hablar, con matices y sin excesos de optimismo, de éxito de la primavera árabe, Siria es sin duda el ejemplo contrario. Una guerra civil desangra al país desde que el régimen de Al Assad respondió a las manifestaciones pacíficas de su pueblo a sangre y fuego, reprimiendo brutalmente a quienes protestaban. Lo que comenzó siendo una revuelta ciudadana contra un dictador execrable se convirtió en una espantosa guerra civil que ha dejado ya decenas de miles de muertos. Militares del ejército sirio desertaron y crearon una fuerza armada opositora, el Ejército Libre Sirio. Eso, al principio del conflicto. Cuando estaba claro, o al menos no tan confuso como ahora, lo que sucedía. Cuando no se había internacionalizado aún. Rusia, defendiendo sus intereses en la región, actuó desde entonces como protector del tirano. Estados Unidos y otros países de Occidente ayudaron a los rebeldes sirios, pero de forma tímida, sin la menos intención de intervenir en el terreno, ni siquiera cuando Assad cruzó la línea roja fijada por Obama y lanzó armas químicas contra su pueblo

Todo fue a peor, que es lo que suele suceder cuando se deja pudrir un conflicto sin hacer nada para remediarlo. Los intentos diplomáticos de la ONU para alanzar una solución pacífica a la contienda han fracasado reiteradamente, por la falta de voluntad de Assad, por la división de la oposición y porque, dado el caos del país, el avispero criminal en el que se convirtió Siria tras años de guerra, grupos terroristas como el autodenominado Estado Islámico vieron la contienda como una oportunidad de expandir sus dominios. Y el Daesh pasó a controlar un tercio del país, imponiendo leyes medievales. El Daesh lucha contra Assad, pero no por los sirios. Contra el tirano, pero no en favor de la democracia. Porque lucha a la vez contra los rebeldes sirio. Lucha por su califato, por controlar territorios. De ahí lo endiablado de la situación. El mundo debe elegir entre combatir a los terroristas medievales, lo que refuerza al carnicero de Damasco, o luchar contra el tirano que está exterminando a su pueblo. De momento, optan por la primera salida. Ambas malas

En Egipto también se vislumbraba, como en Libia, un escenario de democracia tras el derrocamiento de Hosni Mubarak, pero fue sólo un espejismo. Los Hermanos Musulmanes llegaron al poder, gracias al voto del pueblo, y desbarraron entonces con su propuesta de Constitución. No existió, por ningún lado, la voluntad de gobernar para todos, con consenso, dando cabida a todas las sensibilidades del pueblo egipcio. Pero lo cierto es que los Hermanos Musulmanes habían sido elegidos democráticamente en las urnas, pero el ejército dio un golpe de Estado y se ha reinstaurado en el país un sistema autoritario mucho más parecido a la dictadura de Mubarak que al Estado democrático al que aspiraban los ciudadanos del país de los faraones. 

En Libia, donde Gadafi fue asesinado, y Yemen, otros dos países donde las protestas de la primavera árabe prendieron, hay conflictos bélicos, igual que en Siria. Y en Bahréin hay protestas constantes contra la casa real, aunque de momento esta sigue en el poder y controla con autoritarismo la insatisfacción del pueblo oprimido. Una solución intermedia, por llamarlo de alguna manera, fue la de Marruecos, donde Mohamed VI sigue reinando de forma autoritaria, aunque concedió a los manifestantes una reforma estética de la Constitución con cierta apariencia de independencia judicial y de más poder para las elecciones parlamentarias. 

La primavera árabe cautivó como sólo puedo hacerlo una revolución ciudadana contra un régimen opresor y dictatorial. El mundo hoy cuenta con varios dictadores menos, pero también con más países en guerra abierta, con el surgimiento del brutal Daesh y con regímenes muy parecidos a aquellas dictaduras que los pueblos combatían en las calles. Y esa entelequia que llamamos comunidad internacional no ha estado a la altura. Demasiado mirar para otro lado. Demasiado pensar sólo en los intereses geoestratégicos de cada país. Hoy el mundo es más inseguro que en 2011, lo cual es cínico e incómodo si pasa por presuponer que la seguridad la aportaban las crueles y repugnantes dictaduras que oprimían a los países donde prendieron estas protestas ciudadanas. El mundo es, sin duda, más complejo. O tanto como entonces, sólo que ahora lo percibimos en toda su crudeza. Un mundo sin buenos ni malos. Un mundo endiablado. 

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