El puente de los espías

"Una película que, según nace, se convierte en un clásico. Nace con esa vocación y está rodado con una maestría que la catapulta hacia tal condición. La última película de Steven Spielberg es impecable, no se le puede hallar tacha alguna". Estas palabras, extraídas de la crítica de Lincoln, la anterior historia del mítico director, uno de los grandes nombres del séptimo arte, historia viva del cine, sirven también para describir El puente de los espías, con quien comparte enfoque, tono y brillantez. Spielberg es el el rey Midas, autor de obras que revientan taquillas, creador de grandes blockbusters, de cintas de aventuras, pero en estas dos últimas películas adopta un tono pausado, con más diálogos que escenas de acción, con más silencios y miradas que trepidantes escenas de efectos especiales. 

Existen muchas ideas del cine, muchas visiones (y bienvenida sea esa variedad). Esta cinta resume con maestría una de esas visiones. Un cine clásico, exquisito, impecable. Nada chirría. Todo encaja a la perfección. Hay varios puntos de unión entre la anterior historia de Spielberg, sobre los últimos años de vida de Abraham Lincoln, en su empeño por acabar con la esclavitud, con el trasfondo de una guerra civil que desangraba a Estados Unidos. El puente de los espías también se basa en hechos reales y también recrea un episodio histórico, en este caso la Guerra Fría. Ambas son cintas clásicas, tanto en el fondo como en la forma. En la forma, desde el título, magistral, pasando por la iluminación y la recreación de escenarios. Uno se ve paseando por el Berlín oriental mientras se levanta el muro de la vergüenza que separó las dos mitades de la capital alemana porque la República Democrática Alemana evitaba así, sólo podía hacerlo de ese modo, que sus ciudadanos huyeran hacia el lado occidental.  

De todas esas ideas de cine, por la que apuesta Spielberg, con guión de los hermanos Cohen, es por la de una historia bien contada, sin prisas, con personajes de carne y hueso, con diálogos afilados, con escenas impecables. En cada plano, en cada frase. Todo perfecto. Todo con un clasicismo excepcional. Y, claro, también clásico en la forma. Una historia de espías en plena Guerra Fría, qué hay más clásico que las historias de inteligencia. Qué hay más clásico que la historia de un héroe inesperado que, sin pretenderlo, pasa de ser un ciudadano normal y corriente a jugar un papel clave para su país. En este caso, el abogado James Donovan (Tom Hanks), quien se ve implicado en una compleja negociación entre Estados Unidos y la URSS para intercambiar rehenes en los años 50. 

Comparte también esta historia con Lincoln, además de que se basa en hechos reales y está rodada con sobriedad y brillantez, con sosiego pero con envidiable sentido del ritmo sin necesidad de grandes escenas de combates, explosiones o acción, una cierta reivindicación del poder de la negociación, a través de episodios históricos. Entonces, las negociaciones para acabar con la esclavitud. Aquí, el entendimiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que defendían dos modelos de sociedad radicalmente distinto y que vivían un enfrentamiento soterrado en todo el mundo, para un intercambio. Se aprecia esa voluntad de entendimiento en la relación (real) entre el personaje de Donovan y el del espía soviético detenido, a quien aquel defiende por encargo inicialmente, pero convencido desde el comienzo de que debe tomarse en serio su defensa porque todo hombre merece las mismas oportunidades, la igualdad real ante la ley. 

Desde el momento en el que se hace cargo de su defensa, el abogado pasa a ser un villano en un país, Estados Unidos, donde se desprecia a los soviéticos, donde se enseña en las escuelas a los niños cómo deben actuar cuando estalle una bomba atómica. La mayoría de la sociedad piensa que no hay concesiones posibles a un espía soviético, pero Donovan defiende lo contrario. "Toda persona importa", dice en una ocasión del filme. Lo que nos distingue de ellos es precisamente el respeto a la ley y al sistema, afirma. El personaje al que da vida Tom Hanks siente además aprecio y respeto por el espía soviético, a pesar de que defiende una ideología radicalmente opuesta a la suya. Valora su lealtad. "No es un traidor, se mantiene leal a los suyos", afirma. Admira su calma. "-¿Nunca se preocupa? -¿Ayudaría?" Y es ese entendimiento lo que coloca al abobado estadounidense como negociador oficioso de Estados Unidos con la URSS y con la Alemania prosoviética en las charlas para liberar a un soldado estadounidense derribado mientras sobrevolaba con el U2 territorio soviético para tomar fotografías, y también a un estudiante al que la construcción del muro le pilló en el lado equivocado de la historia. 

Recreándose en el relato, sin prisas, con diálogos inteligentes llenos de ironía y un toque de humor que acompaña a la cinta hasta en los momentos más dramáticos, crece la historia, que tiene dos mitades. La primera, en Estados Unidos, una historia judicial notable. La segunda, un trhiller sobresaliente en Berlín oriental donde todo funciona a la perfección. Un trhiller de salón, de negociaciones más que de acción. Impecable. Gana vuelo en esa segunda mitad hasta una escena memorable en el puente que da nombre a la película. El buen cine también sirve para transmitir valores y aquí, a través de la figura de Donovan, y también de la del espía soviético, se transmite la honestidad, el respeto a otro ser humano al margen de cuál sea su ideología, la inteligencia, los principios firmes, la lealtad, la voluntad de diálogo y tolerancia. El puente de los espías es un clásico instantáneo que revive un cine con sabor añejo que goza de excelente salud cuando quienes lo ponen en pie son profesionales del talento de Steven Spielberg. 

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