París, la última oportunidad

Hoy el mundo se da una nueva oportunidad, quizá la última, para combatir el cambio climático. Comienza la Cumbre del Clima de París, que desde hace meses, años incluso, se señala como un encuentro trascendental para encontrar un nuevo acuerdo que sustituya al Protocolo de Kioto. Aquel pacto, que nació muerto en 1997 porque no lo suscribieron los países más contaminantes como Estados Unidos o China y que sólo entró en vigor en 2005, necesita un sustituto que refuerce sus metas y aúne a todo el mundo. Un plan de acción más contundente y, desde luego, mucho más consensuado que suscriban todas las grandes potencias. Desde hoy se dan cita en la capital francesa jefes de Estado y de Gobierno de más de 140 países sobre quienes se centran las miradas de todos, porque los expertos tienen claro que esta es la última ocasión para que el mundo se comprometa en serio contra esta amenaza global. 

Hace mucho que el escepticismo sobre el cambio climático es una postura minoritaria, pero la indiferencia sigue muy extendida. Ya no tenemos, casi, políticos que hablen de primos que dudan de esto del calentamiento global o que bromeen sobre la visión apocalíptica de quienes llevan años alertando de este riesgo, pero sí existen aún gobiernos que no sitúan esta amenaza en el lugar de las prioridades que les corresponde. Y aquí debemos ser autocríticos y preguntarnos cuántos minutos se dedicarán en los debates de los candidatos a las elecciones generales del 20 de diciembre al cambio climático. Cuánto tiempo ocupará el las intervenciones de los políticos en sus mítines por toda España este punto. Qué espacio tiene en los programas de los partidos el cambio climático y la protección del medio ambiente. Cuántos ciudadanos decidirán su voto en base la postura de los partidos ante este reto descomunal que pone en riesgo la propia supervivencia de nuestro planeta. Cuántos estamos concienciados de verdad con él, y eso no es compartir un tuit o decir cuatro obviedades en un blog como este. Va de otra cosa. Que, salvo excepciones escasas, no estamos haciendo. 

El compromiso con el cambio climático va, por ejemplo, de exigir a los gobiernos que se reúnen hoy en París que alcancen un acuerdo sólido y creíble, lo suficientemente contundente para afrontar esta amenaza porque, como destacan los expertos, somos la primera generación que siente los efectos del cambio climático (este 2015 va a ser el año más cálido desde que existen registros, los fenómenos meteorológicos extremos son cada vez más severos y más frecuentes) y la última que puede hacer algo para evitarlo, para frenar su avance. El compromiso pasa también por estar dispuestos a cambiar nuestro muy contaminante modo de vida. 

Hace unas semanas tuvimos una buena ocasión de calibrar ese nivel de concienciación social con el cambio climático cuando en Madrid se puso en marcha un plan de restricción del tráfico ante los alarmantes niveles de contaminación en la capital. Y vimos de todo, claro. Pero constatamos que aún no está extendida esa conciencia de todos necesaria para actuar con firmeza contra este riesgo colosal a la propia supervivencia del planeta. Ni por parte de muchos ciudadanos, que siguieron sacando sus coches, maldiciendo las restricciones y lejos de comprender las razones que justificaban la medida, ni por parte de los gobiernos, en este caso, el Ayuntamiento de Madrid, porque lo razonable si se quiere combatir en serio la contaminación es fomentar el transporte público aumentando su frecuencia y abaratando su coste, incluso, haciéndolo gratis en días de alta contaminación. Chocamos con la verdad incómoda, como acertaron a definir Davis Guggenheim y Al Gore en su documental de 2006, de que, para combatir el cambio climático, debemos poner en cuestión nuestro propio sistema de vida. El de ir en coche hasta a por el pan a dos manzanas de casa. El de las fábricas contaminantes. El de usar y tirar productos. El del consumismo extremo. 

Uno de los principales obstáculos a la concienciación necesaria en la sociedad y en los gobiernos sobre el cambio climático es que ha sido, aunque cada vez menos, una amenaza invisible. Cuando se habla de este reto se habla siempre a a largo plazo, dentro de décadas o siglos. Y eso ha causado una indiferencia de la sociedad. Ciega, cortoplacista, incomprensible, dañina, pero así sido.  Hablar del nivel de los océanos dentro de un siglo o de la temperatura de la Tierra para 2100 no ha atraído a la población. Y eso dice poco de nosotros. Muy poco. Así como otras amenazas de nuestro tiempo, como el terrorismo, tienen sus demoledores efectos, que son constatables, dolorosos y cercanos, con el cambio climático cuesta más señalar esas consecuencias, es más difuso. Pero  esto empieza a cambiar, entre otras razones porque comenzamos a ver efectos directamente relacionados con el calentamiento global que no harán más que agravarse si en la cumbre que comienza hoy en París no se alcanza un acuerdo serio y eficiente. 

El objetivo de la Cumbre del Clima es limitar a dos grados el aumento de la temperatura en el mundo a finales de este siglo. Con las medidas actuales, este calentamiento podría ser de entre 2,7 y hasta 4 grados, según los expertos. Algunos científicos cuestionan este enfoque y consideran que el aumento de la temperatura no debe ser el único factor a vigilar, pero a día de hoy parece el termómetro más empleado para medir la fiebre de este complejo problema. Las ONG afrontan este encuentro con moderado optimismo, porque se lleva mucho tiempo preparando la cita. Pero saben que habrá dificultades y no pierden de vista los fracasos rotundos con los que se saldaron las últimas cumbres, en especial la de Copenhague en 2009, cuando se esperaba un nuevo acuerdo que reemplazara a Kioto, pero al final no se logró. Entonces, igual que ahora, existía la sensación generaliza de que asistíamos a la última oportunidad, al encuentro decisivo. Se fracasó. Han pasado seis años y el tiempo corre en nuestra contra. 

El primer gran reto es que el acuerdo debe ser vinculante, algo a lo que podría oponerse Estados Unidos, no tanto por falta de compromiso de la Administración Obama, sino porque los demócratas no controlan las Cámaras legislativas, que están en manos de los republicanos, lo que podría torpedear el acuerdo.  También pueden ser conflictivas las posturas de China, India y otros países en desarrollo, porque con nuestro sistema actual, crecer es sinónimo de contaminar. Estos países quieren crecer tanto como los considerados del primer mundo y eso hoy significa contaminar lo mismo. El crecimiento de la clase media china, por ejemplo, se traduce en más coches, es decir, más contaminación. Y lo mismo podemos decir de la enorme expansión de la economía china, que va ligada irremediablemente a más emisión de gases con efecto invernadero, más calentamiento global, más palos en las ruedas del compromiso contra el cambio climático, carro este siempre muy frágil.

A partir de hoy empezaremos a medir la disposición real de los gobiernos para encontrar un acuerdo que mejore a Kioto, que lo reemplace con más consenso. Hasta el papa Francisco se ha pronunciado abiertamente a favor de alcanzar este pacto. Es quizá el pontífice más comprometido con el cambio climático de los últimos tiempos y dedicó su primera encíclica a esta cuestión. No es un apoyo menor este, como no lo es que la mayoría de los países envíe a París a jefes de Estado y de gobierno y no deleguen su representación en ministros o dirigentes de segunda fila. Todo esto ayuda a demostrar que el compromiso con el medio ambiente y la lucha contra el cambio climático no es cosa de hippies, sino un enorme reto mundial que a todos afecta, porque si alguna cuestión deja clara la artificialidad de las fronteras es esta. Lo que contamina una fábrica en Madrid afecta a todo el mundo. Lo que contribuye a mejorar el planeta un ciudadano japonés beneficia a todos. No hay fronteras ni intereses nacionales que valgan, porque el planeta es uno sólo y todo lo que se le dañe aquí o allá afecta, cual onda expansiva de un guijarro lanzado a un lago, a todos los habitantes del mundo. 

La Cumbre del Clima ha comenzado con polémica. Primero, porque las restricciones a los derechos y libertades que implica el estado de excepción decretado por el gobierno francés tras los atentados de París impiden la celebración de manifestaciones, por lo que los activistas han tenido que idear formas de protesta imaginativas, como colocar botas y calzado en la Plaza de la República para simbolizar esa marcha por el clima que no pudieron recorrer en realidad. Además, ayer cientos de personas no cumplieron la prohibición y se manifestaron, en algunos casos de forma violenta, lo que se saldó con la detención de 300 personas. Este triste preámbulo nos lleva a censurar a aquellos violentos que nublan una causa justa y también a cuestionar la suspensión del derecho a manifestación, lo que aviva el debate de hasta dónde estamos dispuestos a ceder en pos, teóricamente, de lograr más seguridad. La Cumbre del Clima que empieza hoy es la más blindada de la historia, por miedo a un ataque terrorista ante la amplia concentración de líderes mundiales en la capital francesa. Esto no debe restar un ápice de protagonismo al complejo asunto que centrará las discusiones del encuentro mundial, porque unas amenazas globales no deben ocultar a otras y tanto nos pone en riesgo el fanatismo como la acelerada carrera de la destrucción del medio ambiente en la que nos hallamos inmersos desde hace demasiado tiempo y que debemos frenar en el escaso margen que aún nos queda 

Comentarios