Maquiavelo

El príncipe, obra de Nicolás Maquiavelo publicada en 1513, resulta fascinante por la extraordinaria vigencia de este tratado político cinco siglos después de ser escrito y porque era la última baza que le quedaba a su autor para salir del ostracismo y del destierro al que había sido enviado, acusado de participar en una conspiración. Maquiavelo escribe esta obra, no para publicarla, mucho menos para que, 500 años después, los ciudadanos y gobernantes del siglo XXI se sientan tan fielmente retratados en un escrito que para muchos es el precursor de la ciencia política y cuya validez para los tiempos presentes es asombrosa. Maquiavelo escribe El Príncipe para volver a ganarse el favor de Lorenzo II de Médici. 

Diplomático, influyente consejero, personaje poderoso de su tiempo, Nicolás Maquiavelo se ve apartado de la ciudad, de los salones donde se tomaban las decisiones importantes, de su puesto como asesor aúlico de los gobernantes de su época. Vive talando árboles en el campo y dedica las noches a escribir sus obras, a plasmar su conocimiento en un periodo gris y muy deprimente de su vida del que, sin embargo, salen sus mejores escritos. Entre ellos, este inmortal El Príncipe, su gran legado, la anatomía de la condición humana, de cómo funciona (entonces y ahora) el poder, de lo que debe hacer un gobernante para conservarlo... Por esta obra ha llegado a nuestros días el término maquiavélico, con un tono más bien negativo. Lo recoge el Diccionario de la RAE en tres acepciones, una de las cuales es directamente ""astuto y engañoso". 

El gran acierto de Juan Carlos Rubio al subir a las tablas un espectáculo teatral basado en los escritos de Maquiavelo, entre ellos El Príncipe, es mostrar su vigencia. Cinco siglos han pasado pero cuesta no sentirse identificado con lo que cuenta Maquiavelo, un colosal Fernando Cayo que da el tono justo a este personaje cuando escribe (graba en cinta, pues de este recurso se sirve la obra para que el autor italiano relate algunos de los más célebres consejos a Lorenzo II de Médici incluidos en El Príncipe) su obra más reconocida. El texto, construido con fragmentos de distintos escritos del autor transalpino, es brillante. Y Cayo da un exquisito recital interpretativo. Él sólo en el escenario de la sala negra de los Teatros del Canal. Dando vida a un Maquiavelo desterrado que se juega todo a la carta de compartir sus conocimientos sobre el poder, sobre el ser humano, para así escapar de este destierro, de esta forma de vida, talando leña, rodeado de campesinos, que él no siente como propia, donde no se encuentra cómodo. 

Con una escenografía sencilla, una sala con estanterías de libros, una mesa para servirse bebidas, un mapamundi y un escritorio en el que el autor trabaja, se nos presenta a Maquiavelo en ese periodo de destierro en el que el autor se decide a plasmar todo lo que sabe sobre la diplomacia y el gobierno. Comienza la obra con el potente inicio de El Príncipe, esas palabras que dirige el autor florentino a Lorenzo II de Médici, donde le explica que los hombre suelen intentar ganarse el favor de los príncipes poniendo a su servicio lo mejor que tienen. Joyas, armas, caballos. Y que, por consiguiente, para recuperar su favor, él pondrá a su servicio el conocimiento sobre el buen gobierno, entendido como tal el que se perpetúa en el poder, el que antepone los intereses del Estado a los de los propios ciudadanos, el que, llegado el caso, hace preferible ser temido que ser amado. 

Y comienza entonces el recital de Cayo, la exposición de algunas de las ideas de Maquiavelo, de su estudio de la Historia para encontrar ejemplos de grandes gobernantes que sacaron partido de la fortuna y de otros que mantuvieron su poder gracias a la astucia. Humaniza esta obra al autor florentino, nos lo presenta como un hombre atormentado, que muestra la lucidez de su pensamiento, la precisión con la que observa el ejercicio del poder como testigo privilegiado, o más bien, protagonista que fue de grandes tratados de paz y de declaraciones de guerra, al tiempo que vemos a un hombre desesperado por volver a ser influyente, por regresar al que considera su lugar natural al lado de los poderosos. Es cierto que Maquiavelo aconseja a los gobernantes en algunos pasajes de su obra ser crueles. En el fondo, no hace sino retratar lo que en el pasado tantos mandatarios hicieron para conservar su poder. De algún modo, más que como ideólogo de una teoría dañina de la política, se nos presenta al autor italiano como un observador atento de cómo funciona el poder. 

En varias escenas de la obra resulta imposible no equiparar sus palabras con el tiempo político que vivimos, en España y en otros países. Es en esos momentos en los que uno debe recordarse que Maquiavelo vivió hace 500 años, lo cual habla, a la vez, muy bien de la atemporalidad y vigencia de sus escritos y muy mal, supongo, de una humanidad que tan poco ha avanzado desde entonces, al menos en la práctica del poder. Porque los hombres se han gobernando siempre por las mismas pasiones. El diplomático italiano disecciona al ser humano, a los ciudadanos, con una precisión milimétrica, pero también lo hace con los gobernantes del pasado, para extraer de sus conductas ejemplos a imitar o a evitar. Y, sí, en varios momentos, como cuando habla de lo conveniente que ha resultado siempre una religión a ciertos propósitos de los gobernantes desde los tiempos de Roma, en los que el tiempo no parece haber pasado. 

Habla Maquiavelo, por ejemplo, de la corrupción. Y aquí también se enciende otra sonrisa irónica de asombro en la cara del público. Porque de nuevo viene este fascinante, y sin duda ambicioso y medroso también, personaje del siglo XVI a retratarnos con enorme fidelidad. Y nos cuenta que nada hay peor que una ley que no se cumple, sobre todo si quien no la cumple es quien la ha aprobado. O nos habla de las tácticas de los poderosos para señalar las virtudes y bondades de un atractivo candidato al que querrán dominar cuando no puedan ellos tener el poder en primera persona. Y se nos recuerda que los poderosos pueden cambiar, como bien ha quedado demostrado siglos después de estas obras, en tantos países donde se sustituyó una oligarquía tiránica por otra igualmente despótica, sólo que en nombre de bellos ideales. Es una obra excepcional. Los miembros, los escritos de Maquiavelo, padre de la ciencia política, sin duda eran insuperables, pero el acierto de Juan Carlos Rubio al convertir estas obras en teatro y la portentosa interpretación de Fernando Cayo han convertido a Maquiavelo en una sensacional e ilustrativa experiencia teatral que ayer celebró su última función en los Teatros de Canal de Madrid. 

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