Irak 2003, Siria 2015

Simplificar una realidad extraordinariamente compleja es una tentación muchas veces irresistible, como podemos comprobar en la reacción de amplias capas de la sociedad a los atentados yihadistas de París y a la respuesta del gobierno francés a los mismos. La ilegal guerra de Irak de 2003 que emprendió Estados Unidos con el apoyo del Reino Unido y España, sin respaldo de la ONU, nada tiene que ver con las operaciones militares contra el autodenominado Estado Islámico en Siria. La situación es mucho más compleja hoy y muy diferente. Ayer se celebraron en varias ciudades españolas manifestaciones donde, tomando el testigo del No a la guerra de entonces, reclamaron que no se bombardeara Siria y que la respuesta al terrorismo del Daesh no sea más violencia y más odio. El manifiesto clama contra el terrorismo, pero también contra la islamofobia y contra el recorte de libertades que algunos gobiernos pueden aplicar en respuesta a los atentados, como de hecho está ocurriendo ya en Francia. Cuesta no aceptar el fondo de este mensaje, pero también resulta imposible no hallar en él escasez de matices. 

Como ha reconocido el propio Tony Blair, primer ministro británico que impulsó la guerra de Irak en 2003, a aquel conflicto debemos en buena medida el recrudecimiento de la violencia en la región y el surgimiento del Daesh. Sin la menor duda, es obvio que aquella guerra ilegal ha empeorado las cosas y que hoy, doce años después, parte de lo sucede se explica por la actitud irresponsable de Estados Unidos y sus socios en aquella contienda. Ahora bien, copiar y pegar la respuesta a aquella guerra en 2003, cuando miles de ciudadanos salimos a la calle contra la operación militar, para aplicar a la situación actual es un error. Porque es una simplificación excesiva. Porque el momento actual no es ni siquiera parecido a aquel. Sencillamente, no nos sirve ese molde. Y con esto no defiendo el ardor guerrero de quienes parecen defender que se acabará con el Daesh sólo mediante bombardeos y el empleo de la fuerza sin contar con el sufrimiento de los ciudadanos sirios. Pero sí critico, por ineficiente, por cándida, por simplista, esa otra postura, la del trazo grueso, la que imperó ayer en las manifestaciones contra la guerra en Siria. 

Hay muchas diferencias entre la guerra de Irak en 2003 y la actual contienda bélica, que por cierto, existe desde 2011 y desangra a Siria desde entonces, algo que parecemos olvidar con frecuencia. Entonces se centró la guerra en una falacia, la mentira de que Sadam Husein poseía armas de destrucción masiva. Tampoco contaba Estados Unidos con el respaldo de la ONU para ese intervención, ni tenía, ni por asomo, el respaldo internacional que hoy sí existe en la lucha contra el Daesh. En 2003 se provocó una guerra, se incendió un país, se destruyó Irak (donde gobernaba, tampoco podemos olvidarlo, un despreciable dictador). La guerra provocó un auténtico polvorín y creó el caldo de cultivo ideal para el surgimiento del autodenominado Estado Islámico. En Siria, sin embargo, estas operaciones militares que defiende Francia y que lleva ya acometiendo meses una coalición internacional, llega tras un conflicto que comenzó en 2011 como una rebelión pacífica contra el tirano Al Asad.

Entonces se enviaron tropas armadas sobre el terreno y hoy nadie en la comunidad internacional, absolutamente nadie, está dispuesto a repetir aquella maniobra. Entonces se combatió a un régimen dictatorial, mientras que hoy la situación es infinitamente más compleja, pues se ataca al Daesh, que es rival de la civilización, pero que en Siria lucha, por otras razones bien distintas a las de la oposición pacífica, contra el tirano. Es decir, aquí se trata de elegir entre lo malo y lo peor. Al Asad era el enemigo, y sigue siendo el carnicero de Damasco, el responsable de cientos de miles de muertes de civiles inocentes, un dictador que ha ordenado masacrar a su propio pueblo para seguir en el gobierno. Pero ahora resurge como el mal menor. Si se debilita al Daesh, se refuerza al tirano. Sólo las tropas de Al Asad pueden luchar sobre el terreno contra este grupo terrorista, recuerdan desde Rusia, país presente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que ha protegido al dictador sirio desde el principio del conflicto y que ahora se ve reforzado como actor clave para combatir al grupo criminal que siembra de muerte y destrucción la región y que atentó en París causando la muerte de 130 personas. Es un laberinto sin salida buena posible. Sólo está la que da a una zarza y la que conduce al precipicio

Paradójicamente, la guerra de Irak tiene mucha parte de responsabilidad de la enrevesada tela de araña a la que nos vemos enredados ahora, pero la realidad de entonces poco tiene que ver con la actual. También es llamativo que aquel conflicto, del que Estados Unidos y el resto de países salieron muy escaldados, condiciona la acción hoy contra el Daesh. Obama no quiere no oír hablar de enviar tropas a Siria. Nada que pueda parecerse al error de Bush en 2003 en Irak. No lo tengo claro, pero puede que los ecos de una guerra ilegal e injusta estén atando las manos de la comunidad internacional para emprender un combate justo y legítimo contra un grupo criminal que no es un Estado como se autoproclama, pero tampoco una simple banda asesina, porque controla amplios territorios de Siria e Irak y cuenta con un presupuesto inmenso procedente de distintas vías como la venta de petróleo o el respaldo de algunos países que sobre el papel son aliados de Occidente como Arabia Saudí. Entre comparar la lucha contra el Daesh con la ilegal guerra de 2003 y hacerla con la respuesta de los aliados a los nazis en la II Guerra Mundial tengo claro qué elegiría. 

La enorme complejidad del mundo actual, el cruce de intereses en Siria, el surgimiento del Daesh y sus vías de financiación, la evidencia de que la mayoría de los yihadistas que atenta en Europa han nacido aquí y han sido educados en Occidente, la realidad de que no siempre (ni mucho menos) estos criminales proceden de barrios marginales o de clases sociales bajas, la obviedad de que no se puede acabar con el Daesh sólo con bombardeos, la dura certeza de que bombardear Raqa pone en riesgo a la población civil siria que ya tiene bastante sufrimiento atroz bajo el yugo del Daesh, el nauseabundo oportunismo de algunos partidos políticos europeos que intentan equiparar a los refugiados que huyen del autodenominado Estado Islámico con el yihadismo, la necesidad de una labor pedagógica que aclare que la inmensa mayoría de los musulmanes está en contra del terrorismo, que el Islam es una religión de paz y que son musulmanes la mayoría de las víctimas del Daesh... Sí, la situación actual es cualquier cosa menos sencilla. Por eso chirrían posiciones simplistas que no entran en el fondo de la cuestión de cómo se combate al Daesh, porque imagino que todos los demócratas estamos de acuerdo en que se debe luchar contra esta banda de fanáticos. 

Comparto el fondo pacifista de las manifestaciones de ayer en distintas ciudades españolas. Pero tengo muchas menos certezas que sus promotores. Ellos tienen claro que esto es una repetición de la guerra de Irak, que bajo ningún concepto es legítimo emplear la violencia contra el Daesh y que por responder de forma contundente contra este grupo criminal se está fomentando el racismo, así, sin matices. Tampoco tengo tan claro como ellos qué se debe y qué no se debe hacer para combatir esta amenaza, la de los bárbaros del siglo XXI. Comparto con ellos la preocupación por los recortes de libertades que, como se comprobó en Estados Unidos tras el 11-S, pueden aplicar los gobiernos bajo el pretexto de combatir el terrorismo, algo contra lo que deberíamos rebelarnos. Pero, ¿qué proponen exactamente para combatir al Daesh? Es evidente que sólo con violencia no se va a conseguir nada. También lo es que bombardear Siria implica poner en riesgo a la población civil, lo que alimenta el odio y la sinrazón. Pero, ¿qué hacemos ante la existencia de un grupo de criminales con una visión fanática de la religión que les lleva a asesinar indiscriminadamente a quienes ellos consideran infieles? No hay soluciones sencillas, pero lo que parece obvio es que algo se debe hacer contra el Daesh. 

Debería ser compatible, y creo que puede serlo, respetar los derechos y las libertades de nuestras sociedades, que son además contra las que atentan los criminales del Daesh, con atacar a este grupo, cerrar el grifo de su financiación y combatir las ideas fanáticas de esta chusma que con tanta facilidad prenden en la cabeza de muchos jóvenes en países de todo el mundo a través de Internet. Las simplificaciones y los esquemas rígidos se desmoronan ante la realidad. Los de unos, aquellos que dicen que todo esto es en realidad culpa de Occidente porque margina a los musulmanes, como si la respuesta esperable de alguien que sufre sea coger un fusil y empezar a asesinar a personas y, sobre todo, como si en muchos casos los yihadistas no procedieran de familias de clase media acomodada, como si no fueran los muy ricos saudíes los que fomentan el wahabismo, sustrato ideológico de esa visión fanática del Islam de los yihadistas, en las escuelas; y también se desmoronan los esquemas de los que parecen defender sin pudor que sólo con el empleo de la fuerza se podrá acabar con el Daesh. 

Sobran posiciones extremas en este debate. Sobran simplificaciones. Es mucho más fácil decir que Hollande es el nuevo Bush, que Siria es el nuevo Irak y que la guerra contra el Daesh es exactamente igual a la guerra de 2003. Pero el mundo, qué le vamos a hacer, no es tan sencillo. Como dije hace unos días, me niego a que sólo haya dos opciones: el ardor guerrero o la postura buenista de quienes hablan de todo menos de cómo acabar con un grupo criminal que defiende un régimen feudal. Hace falta un poco de altura de miras y despojarse de sectarismos y prejuicios si queremos entender algo de lo que está ocurriendo. 

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