Nuestro último verano en Escocia

Feel good movie y guilty pleasure son dos términos en inglés que bien pueden servir para describir a Nuestro último verano en Escocia. Una película, en efecto, que busca descaradamente  hacer sonreír al espectador, tocarle la fibra sensible. Y un placer culpable en el sentido de que no es precisamente una sesuda obra maestra, ni lo pretende. Uno sabe que está siendo sutilmente manipulado (entiéndase el término), y que en el fondo está disfrutando con una cinta algo edulcorada, prefabricada para moldear sentimientos en el espectador y conectar con él emocionalmente casi a cualquier precio.

Si uno decide analizar la película de Andy Hamilton y Gury Jenkin, acaso superficialmente, halla sin dificultad todas esas trampas sentimentales y dulzonas puestas en su camino. Pero, en la sala de cine, para qué negarlo, disfruta, ríe y hasta se emociona. Misión cumplida. Y en este punto es donde reside la clave de la película, de la recepción que puede tener en el espectador. Quien se entrega incondicionalmente a la historia, con sus abiertas y honestas intenciones de transmitir buen rollo, disfrutará. Mucho, incluso. Por el contrario, quien no quiera dejarse llevar por este torrente sentimental puede subirse por las paredes. Esto también depende, claro, del estado de ánimo del espectador, de lo dispuesto que esté a recibir mensajes tiernos y optimistas pese a las dificultades sobre el sentido de la vida. 

Nuestro último verano en Escocia toma como referente claro a Pequeña Miss Sunshine, si bien no llega en ningún caso a su altura. Pero comparte varios aspectos. Niños extraños, un abuelo extravagante, el propósito de hacer comedia con asuntos serios... Nos encontramos en esta entretenida película a una familia disfuncional ("la palabra mágica") con miembros a cual más peculiar. Tan odiosos que terminan siendo adorables. Tan caóticos que resultan entrañables. Tan ridículos y enredados en pequeñas manías y fobias cotidianas, en fin, que si somos honestos se nos antojan reales, muy reconocibles. Una familia extravagante, cuál no lo es (prometo no recurrir a la frase de Tolstoi sobre las familias infelices), tres niños encantadores (aunque muy raros, o encantadores precisamente por raros), un abuelo enfermo terminal que está de despedida de la vida... Ya ven. Los ingredientes no llaman a engaños sobre lo que persigue la cinta. Busca conmover, emocionar, despertar sentimientos. Y lo logra. 

El punto de partida es tan poco original como atractivo. Un matrimonio divorciado (Doug y Abi) con tres hijos que decide aparentar que sigue unido en la fiesta del 75 cumpleaños del padre de él, muy enfermo. A los niños, claro, los padres les aleccionan para que no dejen ver que ya no están juntos, que su unión se rompió. Y les mienten sobre el estado real de su abuelo, al que adoran. Otro tema clásico. Aquello de ocultar la verdad a los niños para no dañarlos. La típica disyuntiva entre enseñarles lo que es la vida real o sobreprotegerlos. 

Los niños sin quizá (o sin quizá) lo mejor de la película. La más pequeña de todos colecciona compulsivamente piedras a las que pone nombres y tiene por costumbre dejar de respirar cuando se enfada. El mediano adora a los vikingos y tiene unos conocimientos nada comunes en chavales de su edad. Y la mayor apunta en una libreta todas las mentiras e irritantes actitudes de los mayores que no soporta. Un cuadro familiar que completa un simplón tío que vive con el abuelo de los niños obsesionado por hacer dinero e incapaz de ver que está tiranizando a su hijo y haciendo infeliz a su mujer. Y el abuelo, claro. Las perlas que él, ya de despedida, regala a sus nietos son memorables. "Cuando escribimos nuestra vida no parece tan divertida", le dice a la nieta mayor, que todo lo anota en su libreta. "Vive más y piensa menos", les espeta en otra ocasión. Y ya, por último, portentoso, sublime: "todos somos ridículos a nuestra manera". Un poco de eso va la cinta. De aprender de qué va esto de la vida, de intentar disfrutarla al máximo. El apego a lo auténtico lo muestran aquí los niños y el abuelo, de vuelta de todo. Mientras, los adultos se pelean por chorradas y viven ahogados en sus miserias diarias. 

El contraste entre la inocencia pura de los niños y el cinismo adulto es el verdadero hilo conductor de una historia que desbarra algo y a la que una situación surrealista dirige hacia un tramo final con escenas notables y un desenlace algo previsible. Empezábamos hablando de placeres culpables, así que sólo podemos terminar con una confesión. Siendo conscientes de que la película está lejos de ser un gran film y de que tiene considerables problemas de verosimilitud, debo reconocer que lo pasé bien y doy por bien empleado el dinero de la entrada.No es una película excepcional, pero sí una de esas cintas que se dejan ver y con las que está asegurado pasar un buen rato, que en estos tiempos no es poco. Además, debemos reconocer a sus autores el mérito de montar una comedia con una enfermedad terminal y un conflictivo divorcio de fondo. No es sencillo y logran que el espectador ría más que llora. Ah,  y también, por supuesto, se disfruta mucho con la embriagora belleza de los bucólicos paisajes de Escocia con los que se recrea esta cinta entretenida.  

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