Ardor guerrero

Hay ciertas experiencias en la vida de las que solemos decir que dan para una novela. Como si cualquier vivencia pudiera nutrir las páginas de un libro y, sobre todo, como si cualquiera pudiera escribirlo. En el caso que nos ocupa, se cumplen con creces los dos requisitos. Antonio Muñoz Molina reflejó su paso por la mili, ese rancio servicio militar obligatorio que afortunadamente ya desapareció, en Ardor guerrero. En la última novela de este autor, Como la sombra que se va, también recurre a experiencias personales y él mismo es un personaje, algo que, por lo que leo en la contraportada de Ardor guerrero, publicada en 1995, resultó más novedoso y original. 

En esta obra Muñoz Molina narra su interminable mili, los temores iniciales, su desdén hacia los rituales y las costumbres bárbaras del ejército, el miedo a estar en territorio hostil (cumplió la mili en un cuartel de San Sebastián a comienzos de la Transición). Apoyado en la verdad de lo vivido, en la contundencia de lo recordado, el autor describe a compañeros de su estancia en la mili y situaciones en las que se ve despojado de su personalidad, de todo lo que era antes de entrar en ese cuartel. Solo los escasos ratos de lectura, generalmente a escondidas porque eso de leer no estaba demasiado bien visto al parecer en el ambiente militar, le servían para alejarse de las maneras severas y anticuadas del ejército. 

"Todo podría quebrarse, lo mismo mi destino de oficinista que la democracia", escribe en un momento de la novela Muñoz Molina. Su mili fue en 1980, es decir, cuando en teoría el franquismo era historia, pero aún la democracia no se había asentado. De hecho, los retratos del dictador seguían colgados de las paredes del cuartel. El autor expone el mismo desprecio por el españolismo rancio que percibe en el cuartel que por las simpatías que tantas personas corrientes en aquel entonces mostraban en el País Vasco hacia ETA y su mundo. Narra espantado, asombrado, estupefacto, cómo matrimonios respetables, señores bien, recorrían las calles de San Sebastián en apoyo a presos etarras. O cómo, en cualquier momento, todo podía descontrolarse y empezaban a romperse escaparates de establecimientos y a arder contenedores. 

El autor explica que no terminaba de adaptarse al entorno militar, a la sinrazón de las bromas a los que empezaban la mili (despectivamente llamados conejos), a la brutalidad, a la constante necesidad de remarcar la virilidad, al machismo, a los malos tratos a todo aquel que pareciera débil o afeminado. Con lucidez y su excepcional estilo, Muñoz Molina consigue trasladar al lector a ese cuartel en San Sebastián donde hizo la mili, pero también logra transmitir sus emociones. El temor y la confusión inicial. La camaradería con algunos compañeros. La mirada de desaprobación a ciertas prácticas y maneras asentadas en el ejército. Nos acerca a lo cerril, borrego e insensible del mundo militar de entonces, todo lo negativo que puede asociarse a una primaria exhibición de masculinidad forzada y grosera

Es particularmente interesante el modo en el que el autor relaciona su estancia en la mili con la escuela religiosa donde estudió. La misma renuncia a la personalidad en pos de la colectividad. La misma sensación de ahogo, de falta de libertad. El mismo temor a los mandos déspotas que orden lo que se puede o no hacer. La frialdad del recinto, hasta su fealdad. El autor transmite tensión, desazón, malestar hondo hasta en las situaciones en apariencia menores, aunque siempre con esa lucidez irónica con la que uno trata a su yo del pasado

El autor recuerda con cariño a uno de los compañeros que conoció en la mili, y que falleció años después en un accidente, Pepe Rifon, quien era militante de la extrema izquierda y apoyada incluso a la banda terrorista ETA; pero con quien entabló una amistad. En su recuerdo al amigo fallecido, a la firma convicción de sus ideales de entonces, Muñoz Molina deja soberbias reflexiones como esta: "Pero estoy hablando de 1980. de lo que pensaba entonces alguien que lleva muerto doce años y a quien le fue negado el porvenir de madurez, de cinismo, de descreimiento o de gradual claudicación en  el que todos los demás, los vivos, nos fuimos adentrando a lo largo de la década". Se pregunta el autor si su amigo no habría variado algo su dogmatismo, su defensa sin fisuras de los regímenes que, diciéndose de izquierdas, caían en el mismo autoritarismo que tanto criticaron. Es Ardor guerrero un hermoso ejercicio de memoria de Muñoz Molina, una lúcida forma de echar la vista atrás, de reflexionar sobre la entrada de la democracia en España, sobre lo azaroso del destino, sobre el pasado y cómo este se va moldeando, sobre esos momentos, como fue la Transición y como puede ser el actual en España, en los que, al decir de Bertolt Brecht, lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. 

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