Citizenfour

Cuando en junio de 2013 el diario británico The Guardian desveló un programa de espionaje masivo de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (NSA, por sus siglas en inglés) se desató un escándalo mayúsculo. Un bofetón de realidad, o más bien un puñetazo, al conocer que el gobierno de Estados Unidos interceptaba metadatos de comunicaciones a través de Internet de millones de ciudadanos sin que estos fueran sospechosos de nada y que, además, la NSA contaba con la connivencia y la colaboración de los mayores gigantes tecnológicos de Internet (Google, Facebook, Apple, Amazon...) y de gobiernos extranjeros en este Gran Hermano que deja en un juego de niños la distopía en la que George Orwell alertaba anticipadamente de los riesgos de un Estado opresor que todo lo vigila y todo lo sabe acerca de sus ciudadanos. 

Detrás de esas escandalosas revelaciones estaba, como se supo días después de la primera información sobre este programa, Edward Snowden, trabajador de una empresa contratista de la NSA que decidió destrozar su vida, dejar el trabajo y abandonar a sus seres queridos para desvelar aquello para lo que estaba trabajando. Snowden llevaba meses contactando a través de correos electrónicos cifrados con la periodista y documentalista Laura Poitras, quien narra en el fascinante documental Citizenfour (que es cómo firmaba el analista esos primeros correos) la gestación de estas revelaciones desde sus primeros contactos con Snowden  hasta que el joven recibe asilo político en Rusia.

El documental no cuenta en realidad nada, o al menos no demasiado, que no se supiera ya, pero sí es de un enorme valor. No sólo porque estructura de un modo claro toda la sucesión de hechos que terminó conduciendo a una de las más asombrosas e importantes filtraciones periodísticas de los últimos tiempos, sino porque la cámara de Poitras rueda cada decisión en este proceso. La parte central de la película, que tristemente para quienes valoramos la libertad individual y la privacidad de los ciudadanos carece de ficción y es pura y descarnada realidad de inicio a fin, se rueda en la habitación de un hotel de Hong Kong donde Snowden revela a Poitras y al periodista de The Guardian Gleen Greenwald todo acerca del programa de espionaje masivo a ciudadanos bajo la burda excusa de luchar contra el terrorismo, pues esta masiva interceptación de las comunicaciones se aprobó apenas unos días después del 11-S, algo que sirvió al gobierno estadounidense (al de Bush y desde luego al de Obama) para aplicar lo que Snowden llama en un momento de la cinta "una especia de ley Marcial en Internet". 

Mientras se estaba haciendo historia periodística, mientras se gestaban unas revelaciones estremecedoras y explosivas, una cámara estaba ahí grabándolo todo. Es el gran valor de este documental. Le cuenta Snowden a los periodistas en los que confía para desvelar toda la putrefacción de su, por otro lado, cómodo y bien pagado trabajo en la NSA, que él no quiere ser protagonista. Desde el principio se ve cómo el joven analista está decidido a dar la cara y decir que él es el responsable de las revelaciones, pero a su debido tiempo, porque teme que toda la información en torno a este caso se centre en su persona, en sus razones para hacer lo que hizo, en el debate sobre si es un héroe o un villano, un patriota o un enemigo. Acertó Snowden, claro, al preferir que se pusiera el foco en la espeluznante realidad de que la privacidad en Internet es una falacia, pero lo cierto es que, inevitablemente, buena parte del valor de Citizenfour reside precisamente en conocer algo más a este joven que de pronto decidió poner patas arriba su vida porque cree que eso es lo correcto y lo honrado. 

Con las revelaciones de Snowden descubrimos de sopetón que todo aquello que parecía ser gratis en Internet (correo electrónico, redes sociales) no lo es en absoluto, pues pagamos, con creces, con nuestra información, esa que decimos compartir con la red, pero también la que, en teoría, conserva un grado mayor de privacidad como los correos electrónicos o los mensajes directos en redes sociales. Pamplinas. Pagamos con nuestros datos, una información muy valiosa para gobiernos y grandes corporaciones. Se mercadea con esos datos que compartimos, con todo lo que de cualquiera de nosotros se puede saber por los movimientos de las tarjetas de crédito, la geolocalización de nuestros teléfonos móviles, con quién, cuándo y cuánto tiempo hablamos por teléfono, qué tipo de páginas visitamos en Internet o en qué foros nos movemos. "Recuerdo lo que era Internet al principio, cuando era algo absolutamente libre. Nunca antes había existido algo parecido", relata Snowden cuando es preguntado por la razón que le llevó a abandonar su empleo y a revelar todo lo turbio que se hacía en la NSA. 

Y es en el fondo esa pregunta, por qué Snowden actuó como lo hizo, la que sobrevuela todo el documental. Uno percibe en Snowden una cierta candidez e inocencia de esa que el mundo parece haberse despojado del todo, llamémoslo valores, ver como intolerable lo que, en efecto, es intolerable. Resulta fascinante y enternecedora esa reacción sencilla de un trabajador de una empresa contratada por la NSA que considera intolerable lo que está haciendo esa agencia estatal, que se rebela contra el abuso del poder del gobierno estadounidense, que sabe a lo que se expone al filtrar información, pero que se ve en la obligación moral de dar ese paso. Qué difícil es rebelarse de ese modo, romper una cómoda vida y denunciar los excesos no ya de una empresa, sino de una agencia estatal del mayor país del mundo. No seré yo quien presente a Snowden como un héroe. De hecho, esta película parece un trhiller, sólo que es pura verdad, e inevitablemente Snowden y los periodistas con los que colabora aparecen como los héroes que luchan contra poderosos villanos, como el David contra el Goliat del Estado. 

Es un documental comprometido que, obviamente, toma partido. La versión oficial queda reducida a intervenciones públicas de responsables del gobierno de Estados Unidos (tampoco creo que les hiciera especial ilusión participar en un trabajo de este tipo). Pero creo, sinceramente, que no es deshonesto no ilegítimo tomar partido de esta forma. El debate que suscita el caso Snowden, como antes el de Julian Assange, es muy profundo. Es evidente que el Estado, todo Estado, tiene derecho a un cierto grado de opacidad, de secreto. Por ejemplo, como el propio Snowden avisa a los periodistas con los que colabora, no se puede compartir información sobre agentes de inteligencia en el extranjero. Es evidente que, cuando existen razones para ello, el Estado debe tener un espacio de secreto. Lo que sucede es que este derecho no puede emplearse como una coraza para abusar del poder, como una carta blanca para investigar a personas, empresas o líderes políticos supuestamente aliados, como hizo la NSA. En estos casos, sin ánimo de plantear el conflicto en términos de héroes y villanos, lo cierto es que la parte más frágil, la que intenta cambiar una injusticia aunque sabe que está destrozando su vida para siempre, merece comprensión y agradecimiento. Así lo veo yo, al menos. Y en este punto es Snowden quien se lo jugó todo. No creo que haya intereses ocultos en su decisión. No veo qué pudo sacar que le compensara por tal pérdida de privacidad. No encuentro intereses espurios de ninguna clase en su decisión. 

Mientras Snowden está en esa habitación de Hong Kong, el espectador del documental puede observar las tribulaciones del joven cuando se publica la primera información de sus revelaciones, aunque también su firmeza. Tiene claro lo que se juega y en ningún momento duda. Sí se le ve algo abrumado, superado por los acontecimientos, cuando observa el impacto enorme de sus filtraciones en los medios de comunicación. Vemos a Snowden preocupado por su novia, a la que nada dijo de sus intenciones, y también inquieto cuando sale del hotel después de haber desvelado su identidad camino de la ONU en un periplo que pasó por una estancia temporal en la zona de tránsito del aeropuerto de Moscú y después por el asilo político concedido por el gobierno de Putin, por otro lado, nada abanderado de la libertad de expresión y los derechos civiles. 

Snowden podría haber seguido con su trabajo muy bien remunerado o haber buscado otro sin hacer ruido, pero optó por la opción difícil, por la honesta. Vio algo que le pareció (porque lo era) intolerable y decidió dar un paso adelante para intentar cambiarlo y para que la gente al menos fuera consciente de lo que estaba ocurriendo. Su personalidad, pues, el poder conocerlo más a fondo, es uno de los puntos de interés del documental. Pero no el único. Mantiene desde el principio un ritmo trepidante. Parece una película de intriga y espionaje, está formidablemente bien rodada y muy documentada. Se logra transmitir al espectador el nivel de paranoia en el que Snowden y los periodistas que desvelaron el caso trabajaban. También esa labor de los medios que publicaron la información para desgranar la inmensa cantidad de información que les dio Snowden. Por cierto, cuánto alegra ver que el periodismo sigue sirviendo para algo, que hay medios comprometidos que deciden arriesgarse a publicar informaciones tan explosivas como estas. 

Citizenfour es, por tanto, un testimonio gráfico muy valioso y necesario de las revelaciones de Snowden desde dentro, pero además es un documental  muy ágil, con mucho ritmo, didáctico e ilustrativo a la vez que entretenido. Espanta al espectador la gravedad de todo lo revelado, de lo muy expuesto que está desde el momento en el que abre Internet o su teléfono móvil (impresionante la última escena del documental). Es un necesario bofetón de realidad. También un reportaje comprometido y arriesgado que sirve para exponer crudamente lo poco, lo muy poco, que ha cambiado en realidad la política estadounidense tras la llegada de Obama al poder. Deja esa desagradable sensación de que las grandes maquinarias de poder, pongamos el gobierno de Estados Unidos y sus agencias de seguridad, están muy por encima de las libertades individuales y que son mastodontes contra los que poco se puede hacer, aunque también muestra que sigue habiendo hombres justos que se la juegan para desvelar las turbias prácticas del poder. Este documental, ganador del Oscar de este año a mejor largometraje documental, no deja indiferente. Es decir, sirve para algo. Para mucho, de hecho. 

Comentarios