Cementerio de sueños

400 personas murieron ayer en el naufragio de una embarcación procedente de Libia que intentaba alcanzar las costas de Italia. La ONG Save the Children dio ayer la voz de alarma del atroz suceso basándose en declaraciones de alguno de los 150 supervivientes  de aquel navío. De confirmarse esta información, estaríamos ante la mayor tragedia de este tipo desde que 300 personas perdieron la vida cerca de las costas de Lampedusa en octubre de 2013 a causa de un incendio en la embarcación donde viajaban, con sus sueños a cuestas, ciudadanos eritreos y somalíes. Aquel drama removió, pero apenas fugazmente, del modo temporal en el que lo hacen las noticias de telediario en esta sociedad conformista y egoísta que entre todos hemos construido, a los ciudadanos occidentales. Ver como frente a nuestras costas, en esas aguas del mar Mediterráneo donde nos bañamos, donde grandes cruceros exhiben nuestra opulencia y nuestro cómodo modo de vida, hay a diaria cientos de personas que se juegan la vida y muchas que la pierden por intentar tener una vida mejor, es algo que debería conmocionarnos mucho más de lo que lo hace, si es que lo hace algo. 

No es, en absoluto, un hecho aislado. Una tragedia más. Es un incesante goteo de accidentes, en muchos casos a causa de las precarias condiciones en las que las barcazas que trafican con anhelos y esperanzas de cambiar las cosas, de enderezar las vidas de personas desesperadas, que han ocurrido en las aguas del mar Mediterráneo ante la pasividad de Europa. Hasta ahora, jamás la UE se ha tomado realmente en serio el drama de la inmigración irregular. De esta forma, el Mediterráneo es un cementerio de sueños. Bajo sus aguas, cientos, miles de vidas rotas, de anhelos destrozados, de seres humanos, hombres, mujeres y niños, que dejaron atrás la nada que tenían para intentar llevar una vida digna en Europa. El último fin de semana, según las autoridades italianas, 5.629 personas fueron rescatadas cuando intentaban llegar a las costas del país transalpino, que está desbordado a la hora de atender a estas personas. 

El relato del suceso en el que perdieron la vida unas 400 personas que hace Save the Children es espantoso. Cuenta la organización que en aquella embarcación iban "muchos jóvenes, probablemente menores". Un fenómeno, el de que haya menores solos a bordo de estas barcazas que trafican con ilusiones, que según Save the Children se está asentando, lo que requiere con urgencia un más eficaz sistema de acogida para estos jóvenes. Entre el 11 y el 13 de abril, explica esta organización, más de 5.100 personas inmigrantes han sido socorridas ante las costas de Italia y trasladadas a Lampedusa, Sicilia, Calabria y Apulia. Toda una geográfica de desgarros emocionales, la de aquellos lugares en los que naufragan y mueren los sueños de personas que buscan tan sólo una vida digna. 

Fue Stalin, ya siento la cita, quien dijo que "una sola muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística". Es una afirmación certera. Se corre el riesgo ante las grandes desgracias como esta que narramos, en la que unas 400 personas han perdido la vida, de despersonalizar el drama que esconden. Los muchos dramas personales que hay detrás de esa cifra tan pavorosa, tan terrible. No es una estadística, como tampoco lo son esas más de 5.000 personas inmigrantes socorridas por la Guardia Costera de Italia. El primer combate para intentar cambiar la sensibilidad de Occidente ante el drama de la inmigración irregular es luchar contra la tentación de convertir en estadísticas las cifras con rostro que esconden las cifras. Esforzarnos por ser conscientes de que 400 no es un número. Es una fila de personas, una detrás de otra, que han perdido la vida mientras intentaban llegar a las costas italianas. Uno, dos, tres, cuatro... Así hasta 400. 400 seres humanos que ya no son, que ya no existen, que ya no volverán. 

Existe en todo movimiento migratorio un sentimiento de solidaridad instantánea, porque nada hay más frecuente en la historia de la humanidad que los grandes desplazamientos de población a causa de guerras, de hambrunas, de falta de oportunidades. Todos los pueblos son, en mayor o menor medida, hijos de inmigrantes. Por supuesto, todos somos susceptibles de serlo algún día. No puede insensibilizarnos ante el dolor ajeno de esas personas que viajaban en la barcaza el haber nacido en Europa, gozar de un Estado de bienestar que, aunque ha sufrido mucho durante la crisis por el oportunismo político de quienes desde una postura puramente ideológica quieren limitarlo, nos protege, al menos en lo más elemental como el acceso a la Sanidad. Sí va con nosotros. Y no porque la llegada masiva de inmigrantes irregulares (irregular será, en todo caso su situación, no ellos, porque las personas son eso, personas, seres humanos, jamás sin papeles o ilegales) pueda suponernos un problema, sino por una simple cuestión de humanidad. 

La tragedia de Lampedusa de 2013 debería haber cambiado algo en la concepción de la UE sobre el drama de la inmigración. Tal vez también en los medios de comunicación, empecinados en despersonalizar a estas víctimas de la desigualdad del mundo en que vivimos llamándoles irregulares o inmigrantes. La palabra inmigrante, en efecto, define con pulcritud lo que son estas personas. ("que emigra", dice la RAE), y sin embargo las palabras nunca son inocentes y siempre tienen connotaciones propias. En este caso, creo que el empleo del término sirve para desdibujar el drama personal que esconde la historia de cada uno de los 400 fallecidos en la tragedia que conocimos ayer. Decimos inmigrante y ya tomamos distancia con esa tragedia. La mente entra ya en una dimensión distinta, lo ubica en un escenario que despierta como mucho compasión, pero que lo aleja de nuestra realidad. Son inmigrantes. Pobrecitos. Pero no son como nosotros. Es ese pensamiento que temo que sirve para reforzar el trato en muchas ocasiones impersonal que se le da a estas desgracias. 

Choca este tratamiento (no quiero generalizar) que se le da en los medios a las desgracias de las personas inmigrantes con el que se ofrece a otras desgracias. Por ejemplo, a los accidentes de avión. Ahí sí viajaban personas como nosotros. Cambiamos inmigrantes por turistas y africanos por europeos y entonces ya sí, sí nos dedicamos a indagar en las vidas de todos los fallecidos, nos empeñamos en ponerles cara y nombres. En conocer qué les conducía a ese destino. En saber todo lo que el accidente se ha llevado por delante, todo lo que el infortunio les ha arrebatado. Y el dolor es insoportable. Porque a rumbo de ese avión iban personas, familias, gentes con sus ilusiones, sus problemas, sus sueños, sus proyectos vitales. Naturalmente no digo que me parezca erróneo que se actúe así cuando hay accidentes de tren o de avión. Pero sí me parece injusta la desproporción con los dramas de las personas inmigrantes, desvalidas, desesperadas, que no consiguieron concluir su viaje a esa falsa tierra prometida que creen que es Europa, donde con suerte serán explotados en situación irregular por empresarios sin escrúpulos. 400 personas. Jamás conoceremos sus nombres. Nunca veremos fotos de ellos. La información quedará como una estadística, un buen número de inmigrantes más a engrosar la cifra de sueños enterrados en el fondo del Mediterráneo. 

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