La forja de un ladrón

Uno vuelve a Umbral como quien regresa a casa tras un agotador viaje, como quien entra en su refugio más amado y secreto. Uno vuelve a Umbral, en suma, sabiendo que su prosa le llevará donde ninguna otra lo hace. Hablando de viajes, en mi reciente visita a Girona visité un par de adorables librerías de segunda mano. En una de ellas hallé La forja de un ladrón, novela con la que el autor ganó el Premio Fernando Lara en 1997. Al lado de otras obras del autor que ya he leído como Los helechos arborescentes, Capital del dolor o El Giocondo, esta pequeña novela me invitaba a sumergirme de nuevo en las apacibles aguas de la literatura de Umbral, aquella donde el idioma es mimado con impecable tacto. 

La forja de un ladrón es una novela irónica, mordaz por momentos, en la que se nos presenta a un joven decidido desde niño a ser un ladrón. El protagonista es un chaval de la posguerra que, como otros personajes de novelas del autor, pierden la inocencia muy pronto por la violencia de los vencedores de la contienda civil y el clima de odio y crispación que tiñó a España de blanco y negro los años posteriores a la Guerra Civil. El chico se ve abocado a robar, a convertirse en un delincuente, como respuesta a la sinrazón de la sociedad en la que vive y al desprecio que sufre su familia ("en este país te fusilan al padre y te degüellan al perro"). El libro, narrado con  primera persona con la pulcra prosa de Umbral, recorre la niñez y la adolescencia del chaval, de su primer rol de estraperlista por encargo de su abuela y porque aprieta la necesidad hasta sus robos organizados y su dedidida vocación de dedicarse a ser un ladrón. "Hay un placer primario y muy culto en el saber robar. Robar requiere buenos dedos, como tocar el violín. Y una cabeza muy rápida", escribe el autor. 

La obra está divida en dos partes, "El cine de mamá" y "El estruendo de los héroes". Ambas comienzan, por cierto, con una frase que describe bien su contenido. La primera, con una cita de Baudelaire que anticipa la fascinación por el cine del protagonista: "Glorificar el culto de las imágenes, (mi grande, mi única, mi definitiva pasión). El chico acude a la sala del cine Espronceda para su madre para huir de la miseria en la que vive, para volar a través de las imágenes a lugares más bellos, más libres. Una válvula de escape, ayer como hoy, esta de séptimo arte que sirve para vivir otras vidas, o para aparcare la nuestra a la entrada de la sala. Allí, además de sentir fascinación por esas bellas damas que aparecen en las cintas de Hollywood y de lamentar las tijeras de las censura en las escenas más picantes, el joven comienza a admirar a los personajes cínicos, a esos ladrones de guante blanco que siempre sonríen y actúan con naturalidad en las películas, que siempre tienen la frase corta y apropiada para cada ocasión. Allí, digamos, se halla la forja de su destino como ladrón, algo que su madre no desearía, o de lo que no quiso darse cuenta, como afirma el personaje en un pasaje de la obra. 

La relación de la madre enferma y el niño centra esta primera parte de la novela, donde el chaval da sus primeros pasos como delincuente. "Se cree muy verdadero porque ha elegido su destino, pero le ha elegido la sociedad. La época, la posguerra, el hambre, el rencor, la escasez y el miedo", dice del joven el autor en las primeras páginas. El chico está decidido a ganarse la vida robando a una sociedad que detesta, casi le parece la forma más honesta de vivir una época de locos. Y mantiene esa vocación pese a que sabe que no le agradaría a su madre, de la que escribe con dulzura e inmenso amor. Como cuando afirma de ella que "parecía refugiarse más y más en el pasado, como si sólo le quedase vida -era joven, pero enferma- y ya no le quedase biografía". 

El viaje de la madre al norte, con un primo que la quiere bien (demasiado bien, intuimos) para que se cure de su enfermedad marca un punto de inflexión en la novela, que da paso a su segunda parte, aquella en la que el joven desarrolla convencido su vocación de ladrón. Esta segunda parte, llamada "El estruendo de los héroes", debe su título a una cita lúcida e inteligente de Voltaire en la que afirma que "no me gustan los héroes, arman demasiado estrépito". Esos hérores estrepitosos son los ganadores de la guerra, los de la camisa azul, los que increpan al joven y a su madre cuando acuden al cine a ver una película estadounidense demasiado avanzada para sus mentes rancias y obsoletas. O el gerifalte de la ciudad el cacique, el ricachón que hizo su fortuna gracias a la cercanía con los falangistas, al que el joven se acerca a través de sus nietos en la segunda parte de la obra. Una novela sensacional, con el sello de calidad en cuanto a su estilo de llevar la firma de Francisco Umbral y con una historia irónica, social, divertida e inteligencia que divierte, emociona y hace pensar a partes iguales. 

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